sábado, 23 de octubre de 2010

ADVERBIO DE TU TIEMPO

Aquí
en mis noches
en mi soledad escogida
en mis horas tranquilas
rodeo tu efigie, tú estampa.

Luego
al unir mi mano con tu mano amiga
extrañé tu ausencia
la que dejó tu sombra en mi penumbra..

Ahora
espero el resplandor
de tu beso
el que tanto extraño
el que adormece en nuestros  labios.               

Cuando
tu fulgor prenda en  las tinieblas
avivará mi sombra
apagada  la noche.

domingo, 10 de octubre de 2010

IMAGINE....PUEDES DECIR QUE SOY UN SOÑADOR.

 


Podía ser otro día,  ¿por qué no, el miércoles? Pero no, el día estaba marcado como el as de picas que escondía Doc Holliday bajo el puño de su camisa impoluta, mientras esperaba paciente la llegada de los hermanos Clanton, allá, en Tombstone.
Ese día, lunes, el día más crucificado de la semana, el trayecto en tren hasta el valle, lo soportó en la plataforma, de pie, sin poder ocuparse de su bien más preciado, la lectura. El libro, dormido en su macuto, despertó su mente, su pensamiento y, como si tomara café en esos poyetes de cualquier Starbucks, comenzó un guión que no escribiría y nadie leería.

Cerró los ojos, más cerrarlos miraba el espacio sin ver. En ese principio apareció Ella, su figura de hoy y la presencia de ayer. Ahora le miraba a lo lejos, le sonreía. Su sonrisa le trajo su nombre, Stella; Luisa; Wanda; Marina, Mary y Lucy, tantos nombres de guerrillera en los años 70, porque lo fue,  para la misma chica de ese montón sin Pepi ni Bom. Fue una estudiante precoz, no como una eyaculación, sino como placer en estudiar a Proust y a Sastre, hija de un emigrante búlgaro. Entre el tiempo que cambiaba de nombre de guerra y de filósofos, le gustaba leer los cuentos de los Hermanos Grim. Una vez entre rejas,  marcada con el número 097, su verdadero nombre salió a la luz, Dilma. El bom, que no la almodovariana Bom, llegó este mes con el dedo de Lula señalando a Dilma Rousseff como la futura presidenta de la nación más extensa de Sudamérica. Así las cosas Pepi, te quedas sin salir en el encuadre filosófico del guión en este lunes, claro que, siempre te quedará como recuerdo, ser una de las elegidas en el primer largometraje del escribidor por encargo, en la revista El Víbora, Pedro Almodóvar.

El tren traqueteaba en zigzag, deslizándose sobre las paralelas, reptando, como lamiendo el suelo. Lamer, besar; dos palabras que, en ese momento, cuando el convoy era engullido por un nuevo túnel, el guionista, haciendo un punto y aparte, recordó aquel encuentro.
Más que mirar el horizonte, donde todo era negro como un agujero negro, siguió la dirección del viento, hasta arrastrar su pensamiento en el principio de esa dirección, Barlovento.
Al salir a la luz, después de largos minutos arrastrándome por trece agujeros negros, dejando el nacimiento de los manantiales Marcos y Cordero, el olor a tierra llenó mis pulmones. Una fragancia fresca, dulce, melosa envolvía y formaba el espeso y claro bosquecillo de Los Tilos de San Andrés y Sauces. Allí, en el mirador del bosquecillo, antes de  descender hacía Sauces, estaba Ella, morena de melena lacia; tez trigueña de ojos negros. Nos saludamos, el día antes nuestras miradas se cruzaron en Charco Azul, piscinas de agua marina, un pasiajae entre natural, salvaje y abandonado, pero hermoso como la hermosura de Nieves. Ese era su nombre. Quizás sus padres le pusieron el nombre de Nieves por el contraste de su piel, pero no, esta paradoja no servía en su isla. Su nombre se debía a la patrona de su isla, Nuestra señora de las Nieves.
Al descender por la ancha pendiente del sendero sombreado de tilos, recogió mi mano en su mano. Nos miramos, los ojos dejaron el silencio de nuestras palabras. Las manos, apretadas una sobre la otra, manifestaban el recorrido de la sangre por nuestras venas. Deshice ese lazo de nuestras manos, enlazando mi brazo en su espalda hasta descansar el hueco de mi mano derecha sobre su hombro derecho. Antes de cruzar el último túnel, donde no se necesitaba reptar ni luz de linterna, a diferencia de otros dejados atrás, adelantó su paso hasta ponerse delante de mí frenando mis pasos. Sus manos enlazaron mi cintura, su voz dejó el eco repetido entre lo bóveda del túnel, besame otra vez, dijo. La besé, y, al igual que minutos antes mi cuerpo serpenteaba por esas cuevas de agua, mi lengua culebreaba el cielo de su boca. La aprisioné con fuerza, una fuerza entregada, mis manos en sus nalgas, haciendo suyo el órgano sin hueso que despertaba entre mis piernas. Acopló la dureza firme de mi pene entre su falda, un pareo que era una falsa falda, sus dedos, ágiles, acostumbrados al trajín de la banana isleña, acompañaron mi pene al inicio de su gruta, un nuevo túnel que deshacía el número trece de los ya contados. Con la luz del día cayendo, rodamos por el suelo alfombrado en hojas tileras, confundiendo el olor a tierra con nuestros olores de carne, llegando de nuevo esa fragancia fresca, dulce y melosa de Ella.
La ropa veraniega hizo fácil el vestir. La noche clara, se nos echó en la hora. Una hora que se teñía de violeta confundiéndose con el color ocre  de la piel, brillante y excitante de Ella.
Nieves, se dirigió a su auto, un 4x4 Suzuki 13000 rojo. Al pasar frente a mí, el reflejo del último rayo de luz sobre el retrovisor, señaló el color rojo sobre mi cara. Su mano extendida marcaba el adiós de un encuentro no citado y un adiós con las horas contadas.
Antes de abandonar mí choza, prefabricada, en Roque de los Muchachos, observando cometas y estrellas, al dejar la pendiente, enfilé la carretera, LP-1 hasta llegarme a Los Sauces, tomando mi desayuno en ese restaurante casero con mesas y sillas de noble roble donde, por primera vez, antes de observarla con deseo en las piscinas naturales, nuestras miradas se cruzaron como un descuido. Sus encendidos ojos, serenos, alumbrarían como faros mi regreso por Fuentenueva y Tenagua hasta Villa de Mazo donde un Boeing echaría a volar ese encuentro entre los tilos.

 El traqueteo que me acompañaba no era el clásico suspiro del tren, me encontraba en medio de la nada, una nada conocida vestida de niebla, seguí mis pasos autónomos, conocedores del terreno.

No la creí. Como tantas veces, la estaba analizando, desnuda y vestida. Su chaqueta a juego con su falda tubo, con apertura prolongada hasta lucir a cada paso el firme moldeado de sus nalgas y sus zapatos con tacón aguja de pino, la transformaba en una señoría tan perfecta como la mismísima Piazza della Signoria florenciana.
Al oír la palabra Florencia, no la creí. Ella sabía que mí escapada a Florencia estaba marcada en el calendario. Ignoraba que, ella, mi amante analizada, partía al día siguiente a la ciudad florentina, dos días antes de mi partida.
Podía ser un encuentro  ácido o atractivo o, disimuladamente sorpresivo.
Ella, mi amante, sabía que la observaba, que recapacitaba sobre cada fina línea de su cuerpo. Que jugaría con mis dedos a inventarse nuevos suspiros, perdiéndose entre las imágenes que recrean mis letras sintiéndose adorada.
Ahí estaba; contemplándola, analizándola en esa cama clandestina, desnuda, cual mujer desnuda de Modigliani; cojín rojo bajo la nuca a juego con la colcha roja y el color rojo de sus labios. Sus manos, descansadas hacía arriba, como si la estuvieran atracando, reposaban a ambos lados de su cabeza. Su pelo negro, sus ojos verdes y la huella negra de su sexo, reverberaban mil imágenes en la lámpara de lágrimas que adornaba la habitación.
Acomodada en mis besos callados, cerró los ojos mientras redactaba y reptaba con tinta invisible entre sus muslos, ansiando matar ese tiempo que me separaba de ella.
La lámpara de sus ojos verdes, como su sexo, lagrimeaba de placer  al paso de mi lengua en esos nuevos suspiros descubiertos,  rubricando cada mota de tinta invisible que dibujaba en su cuerpo desnudo.
Dentro de ella, sentí el espalmo repetido en mil imágenes, desbordando su gemido final, el ahogo de otros sollozos jadeantes de sus cuerpos, amándose hasta la extenuación, transparentados en la luna de plata.

Noté en mi espalda el empujoncito de una mano y un hilo de voz desahogando un favor o lamento:

-Sorry. Please.

Al girarme, ella, mi amante Sang Yue, vestida, no para matar, sino siguiendo el guión de una autentica taiwanesa, sorpresivamente y disimuladamente, me solicitaba hacerle una foto para inmortalizar nuestro encuentro sin cita previa. Un encuentro en ese encadenado donde los enamorados prenden un candado y lanzan la llave al río Arno para simbolizar amor eterno.
Una estampa que quedará eternamente en la memoria, no sé si nuestro amor clandestino perpetuará más allá de este espejo.
El Puente de Vecchio, sobre el río Arno, dibujó esa imagen de colores siena, mientras Sang Yue sonríe pensando, quizás, en esa tarde donde mil imágenes reflejadas en la lámpara, seguían el ritmo de dos cuerpos apareados, fundidos apasionadamente.

Podía ser otro día, pero hoy, viernes, se me antojó un esplendido día para refrescar y perpetuar esa historia que nunca fue un guión.