miércoles, 24 de noviembre de 2010

SAN PETERSBURGO

Petrogrado olía a ácido fénico.
El humo de sus calles, guiaba el final de sus días.

El día luminoso, desnudo, 
reflejaba en su plaza
destellos de su majestuoso y acristalado castillo.

Una voz del tiempo, despierta el letargo,
tomando el palacio de invierno.

Leningrado desalojó su retiro, anestesiada,
Anastasia huyó de su fuego,
muerta, viva,
claman voces en la Historia.

Sant Petersburgo luce su hora,
su luz violeta
su ermita a orillas del Neva.

Sant Petersburgo
noches blancas
luz violeta
aguja dorada
sobre el arco de invierno.

sábado, 13 de noviembre de 2010

UN HOMBRE Y UNA MUJER

No era un encuentro nuevo, pero sí descubridor. El día amaneció sin secretos, amablemente primaveral en otoño. Descubrieron su confianza a través de este espejo que como tú, lectora, lector, seguramente te habrás visto reflejado en tantos paseos sin voz y tantas palabras con voces amigas.

Ese día, esa mañana, sus voces, nerviosas, se anteponían a cualquier final de frase de cualquiera de los dos.
Ella, más que nerviosa, repetía la cita una y más veces, no por inseguridad, sino por esa motivación  sosegada por la lentitud del reloj.
El, más que nervioso, moderado en sus palabras para no errar la cita, ni la hora.
Se conocieron recién estrenado el verano, pasada la noche más larga del año, una verbena que a Ella le recordarían y recordará toda su vida.

Hoy, reconocerán esa voz; reconocerán esas palabras escritas; reconocerán esas fotos regaladas. Hoy; se conocerán tal y como se entregan cada día desde ese comienzo de verano, sin palabras que rodeen sus vidas. Se conocerán con las palabras calladas; se conocerán con las palabras de sus ojos inquietos, ávidos, vivos. Hoy se conocerán a esa hora no taurina. Se conocerán en esa rambla sin flores, frente a ese número cercano en diagonal.

Abandona el lateral lado montaña de la rambla. Piensa que, la visión de Ella, desde el angular de la calzada central, será más afectiva a medida que sus ojos vislumbren su espera. En la poca distancia recorrida, le asalta la duda de su presencia al observar el portal de cita y la ausencia de una espera.
Abandona la calzada central para acercarse a ese portal modernista, sus piernas, por la inercia, desembocan su cuerpo en medio de la vía; su cabeza, guiada por sus ojos, hacen formar su cuerpo como un payaso en circo. Medio cuerpo, con sus piernas, en la dirección de ese portal al tiempo que el giro de su cuello, su cara obedeciendo al faro de sus ojos, saludaba con una sonrisa a distancia a la mujer sentada en el banco de madera frente a ese número que adornaba el viejo portal modernista.
Eran sus ojos los que ahora sonreían, cuatro ojos los que reían la llegada tan ansiada y esperada en días sin vino y rosas. Sin dejar de mirar los ojos de Ella, sentada en ese banco sin dedicatoria, como los famosos bancos de madera en Central Park, recibió su beso en la mejilla derecha, al girar su cara para ofrecerle su mejilla izquierda, Ella le besó en los labios. Sus bocas se unieron en un tiovivo de frenesí, de gozo, de alegría y la lengua de Él, buscó la complicidad y el juego en la noria emocional bajo el cielo de su boca. Breves palabras que no importan transcribirlas aquí, ahora, tan sólo, lo que importa es trasmitir el abrazo fuerte que Él le regaló.

Una mujer menuda, atractiva; su mirada, su sonrisa, su cabello rubio cereal, le hacían parecer más joven de lo que marcada su nacimiento. Su boquita, certificaba esta impresión en primera toma y observaciones futuras. Un nacimiento, en este caso el de Él, que el amor no entiende de edad y sí de sentimientos.

Bajo el chaquetón negro, la mano derecha de Él, atrajo hacía sí el frágil cuerpo de Ella, abrazándola de nuevo para no llenar de palabras la felicidad reinante entre sus ojos y la sonrisa de sus bocas. Después de unos minutos, mientras sus ojos seguían besándose, la voz de Ella se ahogó por el rugir del motor de un autobús y las cilindradas potentes de las motos.

-Sí; será mejor que busquemos un café o un local acogedor para desbordar este encuentro y bordar una y otra vez los abrazos pendiente y los besos de adioses entre la virtualidad superficial de internet.
-Que te parece ese café con nombre de ciudad italiana?
-Me guías tú, que yo estoy bastante perdida en esta zona.
-Te llevaré al huerto.
-Conoces algún huerto cercano por aquí. No es mala idea.

Sonrisas y miradas encendidas entre los dos. Miradas de querer.

-Lástima. Podíamos haber quedado en otra zona con huerto. La próxima vez pensaremos en ello ¿te parece?

Antes de pasar el semáforo dejando la gran Diagonal, asido a su mano, apretando su mano, sintiendo el apretón de su mano en mi mano, se miraron y se besaron sin llamar la atención. Lo cierto es, y así fue, que la huella de sus cuerpos dejada en aquel banco de madera, la atención no faltó y nuestras lenguas firmaron la certificación amorosa del encuentro.

-Sí; amor, el próximo encuentro pensaremos y, si no hay huerto, acicalamos nuestro vergel entre cuatro paredes.

Un rincón nada discreto. Aposentada en su silla, Él dejó su libro y chaqueta en la silla, antes de sentarse, arqueó su cuerpo bajando a la altura de su boca, la besó dulcemente, sin precipitación ni urgencias por el tiempo perdido. Dos, tres, cuatro minutos antes de sentarse sus labios intercambiaron la humedad de la pasión y sus lenguas, más que retroceder, se perseguían resbalando por el alvéolo humecido en sus bocas.

No dejó de hablar. Al observar la mirada de Ella, oyendo sus palabras, le animó a seguir contando al interés de sus ojos; el año de su llegada a Barcelona; la fábrica en aquel Manchester catalán, hoy desaparecida. Su afición como rata de biblioteca de la misma fábrica. Su primer trabajo, cosas y casos familiares…….Sus ojos, como espejos, advirtieron, como semáforo de atención, que debía callar. Interpretó la mirada de Ella como el deseo de abrazarla, extendió sus manos hacia los hombros de Ella, cubiertos por una fina camiseta blanca cubriendo la insinuación de sus pechos, un sujetador  a juego como la tarde otoñal, en color castaño. Deslizó sus manos lentamente por los antebrazos de Ella, jugando pausadamente con el dorso de su mano bajo su axila, contorneado sobre la fina camiseta sus pechos, dejando su dedo corazón el roce en su ondulante pezón despertado bajo la ropa. Su mano siguió el trayecto por la ladera hasta llegar a las manos de Ella, cerrando en apretón de manos ese beso no hablado y deseado. Él, alzó su cuerpo de la silla acercando su boca a la boca de Ella, sus lenguas acallaron ese silencio descrito por sus manos.

-Mira, le dijo Él señalando el enfriado líquido del café.

Ella, casi al instante de que el camarero sirviera el cortado, bebió el templado liquido en dos momentos, mientras, por sobre de la tacita, sus ojos miraban mis ojos.

-Será mejor que te lo bebas o te sabrá a menos.

Al dejar la tacita sobre el platillo, las manos de Ella se posaron en sus manos. Las notó frías y, a la vez, su carita encendiéndose en la dirección carmesí. Refugió entre sus manos esa carita de color otoñal, dejando que el pulgar de sus manos repasara sus finos labios, su boquita grana. Ella le mordisqueó como solo saben morder los amantes sin recibir daño.

-Sí, amor; será mejor pasear por la calle para que me sepa a más tu presencia al abrazar tu cuerpo.

El sol dormía su luz; la noche no se había echado encima. Caminamos por esa calle estrecha, así, abrazados, sintiendo el apretón de manos y nuestras miradas besando de nuevo. Para no entorpecer el poco transito peatonal, aprovechando el entrante de un parking, nos besamos con ardor, apasionadamente. Sus manos, bajo el negro chaquetón, atrajo hacía sí el cuerpo de Ella sin dejar de besarse. Sintiendo las manos de Ella como se apoyaban en las nalgas de Él. Imitando el movimiento de sus manos, Él descansó las suyas en su culito atrayendo con su fuerza la pelvis de Ella como acoplamiento en la pelvis de Él. Sin rubor y deseo, Ella frotó su bajo vientre jugando con el despertado sexo de Él, siguiendo la cadencia de sus lenguas. Unas extraviadas voces de transeúntes, despegó sus cuerpos, sonriendo sus ojos, estrechando sus manos.
El final de la callecita les desembocó a una plaza conocida, antes de llegar a esa plaza, después de la última sonrisa, Ella resbaló su mano a su pene todavía erecto y duro, palpándole de arriba abajo y viceversa. Entre la cazadora de Él y su libro, disimuló el juego de sus dedos en su sexo.

-¿Entramos?
-Ummmmmmm, sí.

Era un local a media luz, un bar casi artdeco, con cuadros amateurs en las paredes, mesitas individuales a la izquierda del pasadizo hasta la barra y unos bien distribuidos sofás, con mesita, en su lado derecho según se entra.
Las prendas de abrigo quedaron vigilantes sobre el bolso de ella. Esperó que la camarera les trajera la consumición pronunciada. Sintiendo cercanos los pasos alejados de la camarera, Él la abrazó fuerte fuerte, observando como el cuerpo de Ella se relajaba en el respaldo del sofá. Ella le susurró al oído palabras que solo Él escucho y que el narrador intenta transcribir como sucedió. Sus besos no eran furiosos, sus lenguas no luchaban, eran, más que besos enfurecidos, mil besos deseados, escritos, sonreídos en el papel pasados en limpio por la caligrafía amorosa de sus lenguas.

Él, le preguntó con la mirada ¿Puedo?
Ella, le contestó con el gesto de sus dedos desabrochándose el botón del tejano que escondía su piel suave.

Acarició sus pechos por encima de la camiseta, provocando ese suspiro en sus labios y ese movimiento de mariposas en su interior. Reptó su mano hasta ese hoyuelo de la vida, jugueteando en círculos con sus dedos. Ella, abrazada a Él, abría sus piernas balanceando pausadamente su cadera. Su mano, esta vez bajo la camiseta de Ella, zigzagueaba por su piel sintiéndola caliente, temblorosamente placentera, el corazón de su dedo, se sumergió bajo el sujetador, alzando su costura liberó ese pecho blanco bajo la opaca luz, marcando una aureola volcánica en su pezón sensible, endurecido. La yema de su dedo adivinó el juego amoroso en ese cántaro de miel, sintiendo como su boca buscaba mis labios, besándome sin furia. Mi lengua revoloteó en ese pezón, aventando el deseo.
Ella, colocó su negra chaqueta sobre sus muslos. De nuevo sus ojos interpretaron la lujuria de dos amantes, deslizando su mano hasta el nacimiento de ese vello erizado. Su dedo, acarició ese valle, el oasis aguado por mil caricias. Hasta donde llegó la abertura del pantalón, llegó su dedo a esa raya abierta de su grieta, notando como su dedo resbalaba más y más en esa hendidura encharcada ahogando mi dedo. Los gemidos de Ella se apagaban en el oído de Él, llegando su voz a musitar: que me das, para para.
Obedeciendo a sus deseos por la circunstancias y sin huerto que sembrar por la zona,  aplacó sus caricias, liberando su dedo de esa encharcada y deliciosa laguna. Ella, besó sus dedos y Él beso su mismo dedo para llevarse el sabor y el olor de Ella dentro de sí.

-Debemos marchar cariño.
-Sí; susurró Ella. Pero antes, déjame acariciar esa estaca que perfora mi ardor. Ese falo que mis manos anotan sobre tu bragueta y notan saltitos de placer a cada orgasmo provocado en este juego de amor.

Notó sus finos dedos en su pene, apretando en un puño sin cerrar el grosor provocado por Ella y ese glande inquieto al roce de la yema de sus deditos. Dejando su beso como tarjeta de visita.

Al desandar los pasos de la tarde, dejando tras de sí la calle con nombre del filósofo griego, volvieron a salir a la calle con nombre de la diosa de la sabiduría, ahí, en ese mismo lugar del primer prolongado abrazo, Ella le susurró:

-Tenemos que separarnos. En esta hora sin luz, pueden ser las miradas, más molestas que la propia luz.

Ven le dijo y, tomándolo para sí, le abrazó fuerte, provocando el último roce de sus sexos arropados.

En ese paseo central de la Diagonal, dejó su espalda a sus ojos. Él la vio correr, el bus estaba en la parada. La mano de Ella, dentro de la plataforma del bus, decía discretamente el adiós a la mano en bandera de Él sobre el asfalto de la calle.

Se subió la solapa de su cazadora. No hacía frío, pero no deseaba que se escapara el calor de Ella en su cuerpo, todavía caliente. Antes de conocerse sin conocerse, la dibujó, tras sus letras y conversaciones de días atrás, como la imagen de una presentadora de televisión. Ahora, que ya la conocía, conociéndose cada minuto mejor, con confianza mutua, le recordaba todavía más, no a la presentadora, sino a la actriz francesa Anouk Aimée.
Una actriz en su esplendor en los años sesenta y setenta. Todavía perdura en Él su imagen, su impacto cuando visualizó esa película. Claro que, entonces, no sabía quien era la actriz, pero a raíz de su papelazo en esa película, el tema, las secuencias combinadas de color al blanco y negro con apariciones en sepia, todavía, como dice el narrador, tiene un lugar preferente en su memoria.

Esa tarde, un hombre y una mujer vivieron, sin escenificar, ese apasionante romance de dos amantes como aquella, ya vieja película, “Un hombre y una mujer”.

El bus dejó tras de sí un hombre enamorado, llevando en su interior una mujer enamorada, entre el espacio, la melodía de Francis Lai dejaba el vacío de esa tarde de amor.