sábado, 21 de enero de 2012

HABLANDO CON UNO MISMO


Fueron días de gloria, arabescos, sobre horizontes de grandeza buscando las llaves del reino en el valle del destino ¿Recuerdas?

Azules y grises, el despertar, como almas en la hoguera bajo el cielo amarillo, solo el valiente, el gran pecador, como duelo al sol, el pistolero en su llanura roja traspasando la barrera invisible en pasión de la selva, solo y valiente tras la noche de los gigantes, atrapados en el espacio como espejismo llegado en aquella decisión a medianoche en nuestras vacaciones en Roma, se acercaba la hora final, apagándose la voz del silencio.

Gringo viejo en el cabo del miedo, como lobos marinos, allá, en la cima de los héroes vistiendo su rostro las nieves del Kilimanjaro, aquella conquista del Oeste, sin los cañones de Navarone, el capitán Newman, el hombre del traje gris, ponía fin a sus días sin vida, como matar un ruiseñor, moría su proceso paradine.

Esta historia, estas letras, carecen de veneno, como carece la ausencia de Magdalena Paradine, de hecho, es una historia, historias, virtual con una protagonista real, inspiradora, como Betsabé al encuentro de David o viceversa, que queda al margen de la propia historia que sobrevuela el guión en mi azotea, pero que sin su presencia en aquel 26 de Marzo, su voz escrita y su fuego en el cuerpo, no habría nacido esta historia, estas letras. Este guión al otro lado del espejo.

Él, seguía escribiendo el guión en su pensamiento, mientras, al otro lado del cristal, amanecía de nuevo y un corrillo de pequeñas ardillas, jugueteaban y rastreaban restos de comida en Madison Square Park, reflejando, los primeros rayos de luz, el singular y triangular edificio Flatiron, entre Broadway y la Quinta Avenida.
En la Calle 23, confluyendo con esas dos avenidas, desde la planta 23 del hotel Madison, habitación 269, Él seguía escribiendo trazos sobre el folio transparente del cristal, su mente.

El alegre ajetreo de las revoltosas ardillas sobre el recién regado césped de Madison Square Park, no inquietó su historia, fue la voz de Ella que, a su espalda, el cristal reflejaba la hermosura de su frontispicio, es decir, su blanca desnudez.

Habían pasado la noche, tres noches, en esa habitación 269 ya casi en propiedad en cada una de sus visitas como congresista, como acreditaba secretaria de las naciones Unidas.

Aparcó su historia, su guión, dando la espalda al triangular edificio, convergiendo sus ojos en el triángulo sombreado de Ella, rasuradito, recortado, de su sonrisa vertical. Su coñito despertando la mañana, como esa flecha de luz iluminando el Flatiron.

Él, desnudo, se acomodó en el sillón orejero. Por nada del mundo quería perderse la ceremonia del adiós de Ella, muy diferente a la de Simone de Beuavoir en su ceremonia a su baboso amante existencialista.

A diferencia de cualquier striptease, Ella comenzaba colocándose en primer lugar el sujetador, dejando la braguita, en tercer alojamiento en su cuerpo, sobre la cama.

Antes de pinzar sus dedos la braguita, sus largas piernas de nieve y calor, se transformaban en sombra de noche enfundadas en el interior sedoso de unas medias negras hasta la medianía de sus muslos, dejando un hermoso contraste blanco en su piel con el negro de sus medias, escandalosamente sensual, erótica.
Encajado su liguero negro en sus excelsas cartucheras, su culito abandonó el borde de la cama, todavía ardiente de nuestros cuerpos retozando en la noche.
El triángulo rojo de su braguita iba tomando forma a medida que sus manos izaban ese trocito de tela por sus muslos hasta que su color de sangre transparente resguardaba el triángulo recortado de su sexo. La sonrisa de su chochito quedaba abierta bajo ese fino encaje de su braguita.
Dio la espalda al espejo. Frente a Él quedó la blanca desnudez de su cuerpo en encendida atracción de pasión, de deseo como el color rojo de sus prendas. El espejo  devolvía, al unísono,  el vaivén de sus nalgas desnudas.
Una diáfana blusa con ribete sonrojado en rojo, dejaba a los ojos la luz cubierta de sus pechos, sus mangas orientales campeaban en ribetes rojos al encuentro lazado, haciendo juego con su desnudo cuello en forma de barco luciendo sus ondulados hombros e insinuación picara en la fisura que dividía sus senos resguardados bajo las caprichosas blondas del encendido sujetador.
La falda, sexy, sofisticada, sensual, enlutaba el color rojo de su ropa interior a juego con su blusa. Una falda, negra, de tubo, enmarcaba su culo en sinuosa apertura. Sus cachas quedaban marcadas como sus nalgas ciñendo su figura y sus muslos llegando a la altura de las rodillas, estilizando sus formas femeninas y elegancia.

Quedaba la desnudez de sus piernas enfundadas en la negra seda de sus medias, sin dejar la insinuación constante, sofisticada, sensual y sexual del tecleado de sus pies fletados en negros zapatos peep toe a juego con la seda de sus medias y su ceñida falda, dejando la carnosa insinuación de algún dedo en la descubierta de su proa, anclados en fina aguja de pino formateando, libidosamente, sus movimientos sensuales en espera, vestida para matar, de las miradas del judío húngaro Nicolás, o los piropos impropios, más allá de las palabras, del plebeyo caballero Silvio.

La silueta de Ella cada segundo era más distante, su alejamiento, su adiós, quedó patente tras el cierre de la puerta, quedando Él desnudo de Ella y desnudo adelantó sus pasos al ventanal para verla por última vez en ese día sin fecha fija de retorno.
En su azotea brilló de nuevo su guión sin escribir, recitando el poema de Dylan Thomas cuando, por vez primera se cruzaron sus miradas, los ojos de Él con el mar azul de los ojos de Ella.

“Desde la primera huella del pie descalzo,
desde la mano que se eleva y la irrupción del pelo,
desde el primer secreto del corazón, el fantasma que advierte,
y hasta el primer asombro mudo ante la carne”.

Toda Ella era poema, de los pies a la cabeza, y su carne la prosa que alimenta mi esencia.

Con la desaparición del coche oficial por la Avenida de Broadway, el trajín en Madison Square Park  le devolvió a la introducción de su post, su guión por descifrar de algunas y algunos que se atrevieron a proseguir la lectura de ese encabezamiento donde se reflejaban, letra a letra y línea a línea, algunas de las películas de Gregory Peck hasta ese punto final como proceso paradine.
Sin duda, una asociación de hechos en su vida, le llevaron a ese guión mental.

Su mirada abandonó el parque, dando el culo al Flatiron. Dirigió sus pasos al baño, pasó hoja a su guión, encontrándose sin saber el porqué, o sí lo sabía, con un poema de Armand Silvestre:

“Me gustan tus ojos, me gusta tu frente,
Oh mi rebelde, Oh mi fiera,
me gustan tus ojos, me gusta tu boca
donde mis besos duermen.”

Se acordó de él, sabiendo el porqué de la llegada de ese poema, de Jordi Dauder en su sueño eterno. Viejo zorro luchador.
Transitando por la Avenida Madison, en busca de Vanderbilt Avenida, se le acumulaban los recuerdos. Ya en la galería de esa avenida en el interior de Grand Central Station, con el deambular de la gente en el vestíbulo, apareciendo de nuevo los recuerdos, la voz melodiosa de Montse la Roja, echando en falta su ironía y sus escritos: “Siempre que escribo una cosa es porque no entiendo lo que veo”  tertuliaba la Roja junto a Víctor, el Capitán Trueno y Annie, repasando Barcelonight.


El reloj con la figura de Mercurio, marcaba la hora del adiós. Desandó sus pasos hacía la Avenida Lexington con Madison y la 42 Street en busca de la tentación, esa graciosa mentira que nos dejó Billy Wilder. Sabía que era mentira, que en ese cruce de avenidas no existe ningún respiradero de metro provocando la estela en volandas de la falda alba de Marilyn. Majestuosa escena rodada en interiores.

Con la sonrisa en los labios, repasando la tentación vive arriba, tomó la 42 Street hacía East River, dejando a sus espalda el edificio de las Naciones Unidas donde, seguramente, su amante en rojo y negro, tomaría nota mientras otras miradas se perdían entre el cruce de sus piernas como afiladas agujas ferroviarias.

Sin previo aviso, atravesando el túnel Queens Midtown como si se tratara de una de las escenas de Men in Black, recordó “La herida luminosa”  obra teatral de Joseph María de Segarra. Sonrió de nuevo entre cláxones y zumbidos. Le zumbaba en la cabeza como un gobierno autonómico con seny, como gustaba reconocerse ese gobierno, dejaba en el olvido el cincuentenario de la muerte del gran dramaturgo, novelista y poeta.
No solo el gobierno con seny, sino el olvido de los propios productores teatrales de la gran ciudad, en especial la omisión del teatro Romea en el cual Segarra volcó todo su amor al teatro. Ninguna obra programada conmemorando ese recuerdo.
Al joven actor y actualmente director del Romea, Julio Manrique, no debería haber pasado por alto este detalle, y, si llegó tarde por ajuste de programación, el delito debe recaer en la productora Focus.
Claro que, ¿qué otro teatro tenía en cartel una obra de Segarra? Ninguno. Bochornoso.

“Una vella coneguda olor” (Una vieja conocida olor) se representaba en el teatro Nacional de Catalunya. Ninguna mención en el programa de mano que la citada obra fue I Premio Josep María de Segarra en el año 1963, dando a conocer a su autor Josep María Benet i Jornet. Vivir para blasfemar.

Atrás quedaba el concierto ensordecedor de bocinas y pitos de Queens Midtown, delante, una muchedumbre ordenada se iba acercando, calmadamente, hacía la 6 Feria Multilingüe del Libro de Nueva York que se celebraba, anualmente en el Queens Museum of Art, una feria multicultural donde se mezclan y hablan más de 130 idiomas. Interesante el punto de encuentro de escritores sin nombre, semejante a los primeros años del Festival de Sundance.

Antes de desandar los pasos que me llevaron  a la 34 Street, el dulce hogar de Satchmo, contemplando y admirando la variada y cosmopolita decoración de la casa del viejo Pops, recopilé unas notas que servirían para ensuciar folios en blanco: “Gracias por regalarnos tanto, Ambassador Satch”.

Se acercaba la hora del adiós, el tiempo ajustado para acercarme a la librería Barco de Papel en la Street 80 de Jackson Heights, bajo el mostrador me esperaba un nuevo obsequio “Diario de invierno” de Paul Auster, donde, desde este lado de East River su presencia se hacía patente y, donde únicamente nos separaría, segundo a segundo, el vuelo Delta alejándose desde el aeropuerto JFK.

Cerró los ojos, lamentando no poder llegar a tiempo al homenaje institucional y popular a Josep María de Segarra en el Palau de la Música Catalana, mancillado y deshonrado, el Palau, por un tal Millet con nombre de gato y como el gato Félix, audaz en sus trapichuelas o trampichuelas.