Habían transcurrido apenas 7 días sin que un arcángel ni ángel, como ocurrió en esos días pasados a los 7, anunciara la buena nueva en su alumbramiento.
Este día, día que alumbraba el nuevo año, la adoración había pasado, la Navidad duraba en las calles y la Nati, sin Espíritu Santo que santificara su seno virgen, pues ya era madre de un hermosa niña de bucles laberínticos y ojos negros como la noche, ni paloma mensajera que anunciara mi llegada, se retorcía de dolor entre el camastro de paja y el corto camino de cantos que la llevara al cercano corral.
Sus gritos de auxilio, apenas se oían ante el clamor de voces, bulla y charanga que los paisanos derrochaban desafiando al frío reinante en ese pueblo de la llanura castellana, el mismo que vio nacer a la reina de Castilla.
Zambombas y panderetas con el tañido de las campanas de San Nicolás, armonizaban la murga, ahogando los gritos de la parturienta Natividad.
Atrás quedaban las doce uvas, los nueve meses de embarazo y el viejo año.
A tientas y a ciegas, guiada por los gozos y sombras de un candil, gozos por la anunciación en llegar de un momento a otro con su dolor y sombras por el caprichoso alboroto que, sobre la pared, dejaba la llama en fuego de esa lamparilla a modo de cometa Halley anunciador o estrella de Occidente.
A tientas y a ciegas, la Nati cerró tras de sí la puerta del corral, dejando en ese campo abierto el juego del viento en la nieve que lactecía la negra y fría noche. Con el bullicio de puertas a fuera, parece que el niño en sus entrañas (mi padre tenía, tiene, un don natural y propio en saber si la criatura que ha de venir era niño o niña. La ecografía, en esos años era una palabra por inventar en el lenguaje aldeano) calmó su baile, dejando a la Nati el preparativo parturiente. Ollas, cazos, mantas, toallas y otros trapos adoraban el hogar formado de pajas, agujas de pino, leña del pinar vecino y, a ambos lados del fuego, sobre guijarros, dos tinajas de agua, no como adelantado bautizo, sino como avance para lustrar ese color azulado de los recién nacidos cubiertos de sangre y esa sustancia blanquecina y pegajosa.
Habían dado las uvas, y pasaron la una y las dos y las tres; sintiendo a mi madre sola, cansada y apunto de romper aguas, dejé la madrugada en tregua. No era cuestión de vestirse de frío, así que me acomodé en su vientre dejándola en vela sobre el camastro, en espera, mirando las estrellas, siguiendo al invisible Halley.
Bien entrada de madrugada, se abrió la puerta del zaguán, entrando junto a mi padre la ráfaga de helado frío no invitada. Se desprendió de la pelliza, chaqueta y botas neumáticas, se acomodó en la cama, antes, paso su mano acariciando la barriga de mi madre, frotándola, como bruñendo mi cabeza invisible.
-De donde vienes a estas horas.-Mi madre bien sabía de donde venía, pero la retórica pregunta no obtuvo respuesta. Mi padre ya dormía su melopea.
El primer día del Nuevo año, había amanecido calcado al último día del viejo año; frío, más frío y lluvia.
El día primero del año, poca cosa había que contar, las gentes permanecía digiriendo la resaca del fin de año. Después de comer, mi padre se fue a refugiar a Ca la Fidela, la cantina predilecta del pueblo. Allí encontraría calor entre el griterio de paisanos, la chispa de los cigarrillos y el achispado increscendo de la copa para abrigarse del frío. Mi padre era como un espagueti, y, a la vez, una esponja con la bebida. Aguantaba la ostia, como las esponjas, al apretarlas un poco, desbordaba su líquido en espuma aflorada, sus chispeantes ojos, era su espuma.
MI madre, previsora, cogió dos cantaros vacíos de agua. Encaminó sus pasos a los caños del Artesiano, una fuente donde se abastecía más de medio pueblo. De vuelta al hogar de su casa, en la calle de la Plata, donde nació el escribidor, le acompañaba su barriga, el peso de los cantaros de agua; dolor de espalda, acidez, los tobillos más inflamados y, hasta le faltaba el aire, ese aire que siempre hizo situarla más adelante que a los demás.
Al llegar al Arco de Piedra, presentía que una de esas piedras centenarias, le daría el toque de queda. Más tozuda que una mula, como hoy día, llegó a casa de la Pocheta, donde Vivian mis padres y hermanita. Buffff, respiró.
A través de no se sabe quién, mandó aviso a su hermana de la situación pronta. Mi tía Marcelina, su hermana, la ayudó en preparativos, así como mi tío Antonio, hermano de mi padre, que nadie sabe como apareció en ese momento en cas, seguramente en busca de su hermano mayor. Mi tío Antonio, futuro padrino, dio aviso al médico para todo del pueblo, el doctor Laurentino, una excelente persona al decir de muchos.
Al tiempo, mi tío Antonio marchó a Ca la Fidela en busca de mi padre.
Era tarde, anochecía. La cortina de incesante lluvia, impedía ver la tímida luz del adiós de la tarde. A esa hora baja, comencé a incordia a mi padre, después del jolgorio de la noche anterior, me adormecí, al despertar, quería participar, saber, a que se debía ese alboroto oído y quise apresurarme dando a luz a esa tarde.
Lo cierto, la verdad, es que, acto seguido de sacar mi cabecita entre las piernas sucias y resbalosas de mi madre, ya quise volver para atrás, a mi nido. No me gustaba lo que veía; no me gustaba lo que observaba más allá de esos días y no me gustaba lo que leía.
Pero al llegar al más allá, dos acontecimientos y, sobretodo visión, después de hacerles pasar más que un mal rato a mis padres y familia, decidí abandonar el cascaron.
Nací en silencio, absteniéndome lloros, gemidos. El color era el normal de los bebes, feo. Pero el que no dijera ni mu al nacer y esa espuma que expulsaba por la boca, nada bueno presagiaba a los que me rodeaban.
Don Laurentino no daba crédito; mi padre y tío Antonio no entendían de la copla; mi tía Marcelina, madre ya de cuatro criaturas, no había visto nunca tal nacimiento, ni en sus hijos ni en otros asistidos partos. A mi madre, medio inconsciente, después de tanto sufrimiento en el parto, no le podía hacer la putada de irme sin decir hola. Me tomé mi tiempo.
Pasaban los minutos y las hostias con la palma de la mano del doctor, no provocaba el llanto. Me zarandeaban, me cogía de los pies, de las manos, de los hombros, para aquí, para allá. Otro meneo, más baile y nada, ni un ¡ay’ ni una lagrima ni una risa ni un lamento. Nada. Respiraba y observaba y seguía echando espuma por la boca ¿sería la espuma de la esponja de mi padre heredada? No.
La habitación se llenó de humo, en un santiamén todo el habitáculo se llenó de humo.
El doctor Laurentino dejó de darme hostias y alerta se remangó la camisa, encendió el fuego, cogió el fuelle para avivar la llama, ordenó a mi tía y padre que llenaran dos cubos de agua helada. Él, el doctor, calentaba dos grandes pucheros de agua caliente, ardiendo. Se hicieron con dos barreños medianos, llenándolos, uno de agua helada y otro de agua hirviendo.
Yo, seguía pensando en volver para atrás, rebobinar mi nacimiento al contemplar la desgracia ese mismo día del Año Nuevo del fallecimiento de 36 voluntarios del cuerpo de bomberos de Valparaíso, ciudad que los aquí presentes, desconocía. Llegaron a sofocar el incendio en Barraca Schulze de la calle Brasil de esa ciudad desconocida a los que trajinaban, para revivarme, el agua por orden del doctor Laurentino. Una vez sofocado el incendio, nadie se percató que en la calle Blanco, al otro lado del almacén incendiado, se encontraba estacionado un camión cargado de dinamita. El efecto del calor y la tremenda explosión acabó con la vida de los esforzados 36 voluntarios.
Don Laurentino, el médico para todo del pueblo, me cogió de los pies y, como un prematuro bautizo, sumergió mi cuerpo en agua fría, helada. Acto seguido, sin secarme, mismamente mojado de frío, volvió a sumergirme en el barreño de agua hirviendo. Nada, permanecía en mis trece. Ni mu, ni ma ni lloro ni risa ni na. Mis ojos continuaban fijos en una misma dirección y continuaba babeando espumajos. Seguramente por lo que estaba leyendo en ese momento este primer día del Nuevo Año, el mensaje de fin de año del Paquito Paquete, dictador del tiempo en blanco y negro de mi pais con dibujo de piel de toro.
“Españoles:
En esta hora de final de año, cuando en íntima fiesta hogareña se reúne la familia al calor de los padres, se hace balance del pasado y se levantan esperanzas sobre el futuro, quisiera estar presente entre vosotros para compartir vuestras inquietudes y reiteraras mi promesa de seguir trabajando por que todos los españoles alcancen la mayor suerte de ventura y de satisfacciones. “
El agua resbalaba por mi diminuto cuerpo de recién nacido, confundiéndose por el agua que transpiraba la camisa del doctor. El bueno de Laurentino, incansable, estaba empeñado en que no se le fuera de las manos el primer nacimiento del Nuevo Año en ese pueblo con nombre de poema. Mi padre seguía dándole al soplillo, avivando el fuego, calentando agua. Laurentino seguía bautizándome, ora en agua helada; ora en agua hirviendo y nada, sin nadar en ese preparado mar, no lloraba ni reía ni a la de tres. Mis empujamos dejaron de brotar. La mirada del doctor encontró mi mirada, como diciendo, buena señal madrigaleño, vamos bien. Mis ojos quedaron inquietos con esa noticia que leía más allá de este primer mes del año, como diciendo, no te enteras doctor, mira, lee lo que mis ojos leen:
“En mi oficio o mi arte sombrío
ejercido en la noche silenciosa
cuando sólo la luna se enfurece
y los amantes yacen en el lecho
con todas sus tristezas en los brazos,
junto a la luz que canta, yo trabajo”
ejercido en la noche silenciosa
cuando sólo la luna se enfurece
y los amantes yacen en el lecho
con todas sus tristezas en los brazos,
junto a la luz que canta, yo trabajo”
El galés, Dylan Thomas, autor del poema citado más arriba, bohemio, borracho y gran poeta, moría un 9 de Noviembre de este Nuevo Año en vida. Brillante poeta que no llegó a la cuarentena de edad. Esa palabreja, cuarentena, se paseaba por la cabeza del doctor. Deseché su pensamiento con una mueca. Con media sonrisa pero si lloro ni cantos, de momento. Ya llegaría el momento de asaltarles o recompensar el esforzado trabajo en traerme a la vida.
De momento estaba centrado en ella, en sus imágenes, en esa huerfanita que llega a un pueblo con su maleta de harapos y la ilusión de una nueva vida quedando prendada, enamorándose, de un mago teatral, es decir, un caballero de una compañía de teatro que no le hace ni puñetero caso.
Me estoy refiriendo a “Lili” la película protagonizada por Leslie Caron, descubierta por Gene Kelly después de bailar bajo la lluvia y maltratar a Debbie Reynolds en ese baile, “Good Morning” hasta ver como sus pies sangraban bajo la lluvia, un número que en principio, no estaba escrito en el guión.
I
nteriormente estaba disfrutando con la visión de “Lili”, pero más con la visión, en la misma película de su año, de la despampanante belleza de Zsa Zsa Gabor una come hombres temible por su carácter y su gran afición a coleccionar maridos (sin contar amantes), hasta en nueve ocasiones contrajo matrimonio, superando en uno, a la no menos bella Elizabeth Taylor.
nteriormente estaba disfrutando con la visión de “Lili”, pero más con la visión, en la misma película de su año, de la despampanante belleza de Zsa Zsa Gabor una come hombres temible por su carácter y su gran afición a coleccionar maridos (sin contar amantes), hasta en nueve ocasiones contrajo matrimonio, superando en uno, a la no menos bella Elizabeth Taylor.
Don Laurentino veía el triunfo en sus manos. Tras el juego de, ahora en balde hirviendo, ahora en jofaina helada, mi cuerpo comenzaba a sentir el agotamiento de tanto trajín, como el trajín del incansable doctor. Continuaba sin llorar ni reír, pero mis muecas y el movimiento de mis ojos, convencía a los presentes que mi vida estaba con la vida del Nuevo Año.
La noche se había echado encima, el hogar, sin luz eléctrica, marcaba el paso en danza de las sombras sobre la pared, restando el espectáculo que mis ojos, nuevamente, se disponía a degustar. Sobre la negra pared, pantalla cinemascope que solo yo veía, se reflejaba deslumbrante la idea de Hefner en ese mismo año de mi luz.
Este mismo año nacía, en papel, la revista que tantas y tantos de vosotros, los que os acercáis a estas líneas, habréis ojeado más de cuatro veces, tanto en tiempos clandestinos como en tiempos de engañosa democracia. Me refiero al nacimiento de la revista de entretenimiento, visual y no, creada en Chicago, Play Boy.
Hugh Hefner, su fundador, sin saberlo, dio con la medicina a mis silencios en esa, noche ya, de perros y danzas. En su portada, en el número uno de la revista citada, aparecía ella, la rubia platino, la rubia con cuerpo de molde, curvas para tomar sin exceso de velocidad, ojos abiertos y expresivos y una boca que incitaban a recitar los poemas nunca escritos.
Así lucía, la Marilyn, desnuda, en ese mes de Diciembre que agonizaba el año de mis luces.
Marilyn Monroe, como un río sin retorno, aparecía en la revista como ella misma era, transparente. Sobre un manto color burdeos o grana, aparecía en diversas poses sin dejar de regalar su mirada. Su desnudez vestía cada una de las hojas que componían la revista. Una maravilla.
La revista nacía en este Nuevo Año, el mismo año de lloros y gritos en ese hogar perdido de la llanura castellana donde nacía el escribidor, como un madrigal lírico de acciones leídas.
“Ojos claros, serenos, si de un dulce mirar sois alabados, ¿por qué, si me miráis, miráis airados?”
La nieve se amontonada en los soportales, anegando el sendero de vuelta; el viento golpeaba la puerta, queriendo presentar su grito al primer lloro del recién nacido. La lluvia repiqueteaba sobre el cristal, formando un torrente calle abajo hasta la plaza de los sueños veraniegos.
La musicalidad de la lluvia acompañaba los títulos en la última visión de esa película nacida en el Año Nuevo, como mi vida.
Marilyn estaba ahí, coloreando su platino sobre la negra pared en cinemascope, Niagara en mis ojos, con el kiss de sus labios, cerraba el encuentro con un beso, como esa canción de amor, celos y muerte, como esas pequeñas cataratas que inundaban los ojos de los presentes al oír mi primer lloro.
El lloro, mi lloro, se produjo con el suelto de mi pipi en plena cara del esforzado doctor.
Sin lugar a dudas, más que un pipi, fue mi primera erección a ojos de Marilyn, la mujer platino que nadie veía esa tarde noche nacida. Mi lloro, seguramente nació con el adiós de esas imágenes y mis gritos, porque, seguramente, estaba hasta los huevos de tanta inmersión sin traje neopreno.
Mi madre despertó de su sueño. Al despertar, su hijo retozaba en su pecho.