martes, 7 de diciembre de 2010

DOS MUJERES MÁS UNA, SIN TERCER HOMBRE.

A pesar del temprano frío, se sentía cómodo con el azote en su rostro de una brisa  que le llegaba de un mar  que alcanzaba su vista.
El día, sábado, se intuía de aglomeración, tan odiadas por Él, el escribidor. La hora, de este mismo día, se presentaba como al escribidor le llenaba, una hora de visibilidad de horizontes lejanos, silenciosos. Una hora callada en la mañana despertada. Las manecillas del reloj marcaban las 7h38, cuando encaminó sus pasos hacía el bus. Un bus que les llevaría, por solidaridad acompañó a la voluntaria que debía presentarse y recoger acreditaciones sobre lesiones medulares y cerebrales adquiridas, a la Casa del Mar, donde él seguiría otro camino.
Al dejar a su espalda la Casa del Mar, el escribidor tenía por delante unas dos horas que, al igual que su lucha en inicio de emborronar el presente folio, ya tenía definido su deambular  por esas calles de un barrio Chino Barcelonés que ya no lo era.

Desobedeció la respuesta escrita en el viento y optó por contradecir ese deambular encaminando sus pasos hacia el mar, ese mismo mar que abofeteó, con su brisa, su rostro en la temprana hora. En su cabeza se fraguaba el guión que plasmaría en el folio. Atravesó el Paseo de Montjuic para volver a cruzar, en zona prohibid, al Paseo Josep Carner. Fue, precisamente en este punto, seguramente por el acceso prohibición, cuando su memoria le asaltó tantos libros prohibidos o censurados de su amistad con el escritor desaparecido.
La falda de esta montaña, la proximidad de la cantera ya desaparecida, la vía estrecha de ese carrilet que transportaba mercancías más allá donde la ciudad pierde su nombre, donde vivió su infancia y vivió sus años hasta el fallecimiento de su amigo, en ese punto de vía estrecha, en ese mismo punto que cruzó la vía acompañado por un perro vagabundo,como el mismo escribidor, se acordó de ese titulo “El perro que nunca existió y el anciano padre que tampoco” chocando su sonrisa con el aire frío abrigado por un sol agradecido en la mañana. 

Su próxima crónica la quería titular “Dos mujeres más una, sin tercer hombre “.
Querida lectora/lector, no voy a escribir sobre la excelente interpretación de Sofía Loren en esa película de los primeros sesenta “Dos Mujeres” adaptación de la novela de Alberto Moravia “La Campesina” sobre la huída de dos mujeres, madre e hija, huyendo de la ciudad romana, enamorándose de un partisano, Jean Paul Belmondo, violadas y ultrajadas por los soldados de la barbarie. Esta película la visualicé a mediados de los sesenta, por aquel entonces se me escapaban detalles, detalles como la violación, la desesperación de dos mujeres y aplaudía, en esos cines de barrio,  la llegada de los partisanos, que entonces no sabía quienes eran ni tan siquiera que era la resistencia. Luego, no muchos años más tarde, leí a Moravia y visualicé otras películas, teniendo a Jean Gabin y Jean Renoir como fiables guías partisanos de la resistencia contra la ocupación nazi.

Enfiló la mirada hacía la Rambla, donde, rambla arriba llegaban sus flores y, más cerca de la situación del escribidor, Carvalho dormía su pena recostando sus brazos sobre el viejo mostrador del Pastis, esperando, no a Godot, sino a su padre, como el propio Capitán Trueno esperaba la resurrección del día.
Como dijo más arriba, desobedeció la respuesta del viento, abandonando esa plaza con nombre de delincuente y héroe Jean Genet (19-12-2010, 100 años de su nacimiento). Sus restos descansan mirando al mar, concretamente en el cementerio de Larache. El escribidor  dejaba la huella de Genet en esas callejuelas, encaminando sus pasos al mar, ese mar que lo llenaba todo, como confesó el Quijote a su escudero Sancho.

Entre el mar y la plaza, pasando el testigo de la aurora al sol, se montaban unas pequeñas paradas de anticuarios que nuestro escribidor aprovechó, siendo la hora y la soledad de las misma, en cuanto a la ausencia de gentío. Una paradeta de libros bien dispuestos, ordenados por autores, facilitó la elección de esos dos libros, 8 euros cada uno, en su caminar hasta la pasarela del puerto, su mano izquierda abrigaría sus lomos.
Antes de cruzar la pasarela, una joven en mil posturas, buscaba con su reflex/digital, el encuadre perfecto a su semejanza. A su derecha, en la lejanía, se distinguía la mole de una fragata suspirando su chimenea el inminente adiós del puerto. Sus cuerdas, aún flojas, quedaban amarradas en el noray del puerto y dos remolcadores se prestaban a modificar su cuadre en su próxima ruta.

El escribidor, frente a ese espectáculo a punto de zarpar, aposentó su trasero sobre uno de tantos norays, poste para afirmar las amarras, que adornaban la bocanda del Port Vell, a la derecha de la Torre del Reloj en el muelle de los Pescadores. Mientras observaba el movimiento de los remolcadores en la fragata, su pensamiento recorrió mansamente, como la mar plana que se extendía en la calida mañana, aquellas tardes que recorría en soledad  las calles del barrio de Horta, tomando nota de sus nombres, las vaquerías en algunas de esas calles. Esa libretita en espiral que emborronaba con cualquier detalle que le asaltaba la vista, como la masía de Can Cortada, allí por los primeros años setenta el labrador detrás del arriero caballo. Le atrajo aquel nombre de la calle, Rivero, por la casualidad que, minutos antes, había anotado en su libreta el titulo de un libro “Nosotros los Rivero” de Dolores Medio. Esta anotación, junto a otros títulos y autores, pasado unos días, en su visita mensual con el escritor amigo, le pediría su opinión sobre el libro y autor. En muchas ocasiones el escritor no había leído el libro, pero sí conocía,  personalmente, a tal autor o autora, como a la autora de “Los Abel”.

El día, centelleante, deslumbrante, despejado de nubes en algodón, dibujaba en su azulino cielo el transitar claro de esos pájaros metálicos buscando el aterrizaje hacía el aeropuerto de Muntadas. Una suave brisa erizaba las verdosas aguas del puerto como ligeras dunas desérticas cambiantes. Ese fru fru del agua contra el dique, incansables en su venir e ir desembocó, en  boca del escribidor, el estribillo de la canción del grupo “Gossos”:
 
Corrren, corren pels carrers corren
paraules que no s’esborren,
imatges que no se’n van.
i ploren, ploren pels carrers ploren
com gotes d’aigua s’enyoren
aquells que ja no es veuran.

El horizonte reflejaba una mar plana, estelada a la mirada al reflejo de mil rayos del sol navegando sobre el agua. El remolcador Catalunya, ajustaba su proa al alcance de la proa del F82, la fragata gris que enturbiaba el verdemar del puerto, adormecido sobre el manto del agua, protegiendo su popa la proa del otro remolcador custodio, el Montclar, presto y atento para enlazar la popa de la fragata encarando la mole gris más allá de la escollera, perdiendo su elegancia entre la bocanada que formaba el cercano horizonte, allí, donde la espuma de las olas silencian su canto entre moles de rocas laberínticas, ahogando el graznido de las gaviotas.

A la altura del noray número 8, frente a los ojos del escribidor, se daban los últimos mandos al contramaestre, megáfono en mano, con una coordinación envidiable a través de los remolcadores. El remolcador Catalunya, tomaba la dirección hacía el viejo muelle de pescadores, tensando el cabo de su popa, mientras el Montclar, virando hacía el atracadero de las Golondrinas, hacía virar al mismo tiempo a la fragata hacía poniente.
Esa mole gris, se acercaba a menos de media milla en la posición de los mirones de Port Vell, una vez traspasada la pasarela de madera que, al escribidor, le recordaba al muelle de la ciudad de Atlanta.
Unos y otros de ejercían en esa aventura, Los unos, ajetreando cabos y señales; los otros, tempranos paseantes en la radiante mañana, enfocaban sus digitales en ese virar de la fragata Sumersest. Ese es su nombre. La tenía delante de sus ojos, hasta podía distinguir la sonrisa inglesa del contramaestre de la fragata, un tipo gordo, sonrosado y disfrutando esos minutos de gloria ante el esplendido y gratuito espectáculo sobre el agua. El adiós de la fragata iba dejando un rizo de espuma sobre el agua, como aplausos a ese trabajo de los remolcadores, esa estela, semejante a ese rastro blanco que dejan los gases de los aviones sobre el cielo, fue la despedida en proa que regaló la fragata, traspasada en zozobra por una piragua manejados su remos por una hábil y joven vestida de azul de cintura para arriba.

Corren, corren por las calles corren; palabras que no se borran; imágenes que no se van.

El escribir, llegado a este punto de las imágenes que no se van, le quedaban las palabras que no se borran. Las palabras que le llegaron al comienzo de este escrito.

Dos mujeres más uno sin tercer hombre. El escribidor anotaba, como dijo al principio, aquellas novelas o autores que le devolvían la imagen al otro lado del escaparate de cualquier librería en su camino. Luego, aprovechando aquellas tardes silenciosas en casa del escritor, repasaban nombres y novelas.
Nunca registró en aquel pequeño bloc el nombre de Dulce María Loynaz. El escribidor no supo quien era la poeta, como a ella le gustaba ser llamada, Dulce María Loynaz, hasta bien entrada la democracia española. En estos años, años de democracia, el escribidor leyó algunos de sus poemas y tampoco supo, que el año de su luz, la luz del escribidor, asistió la poeta a la celebración del VII Centenario de la Universidad de Salamanca, apenas 71,8oo km donde se resistía el primer lloro del escribidor.

“…para esperarte tendré la inmovilidad de la piedra. O más bien la del árbol, agarrado a la tierra rabiosamente” Palabras encomilladas de la poeta premio Cervantes, Dulce María Loynaz.

La segunda mujer seguía ausente de aquel bloc. No sería hasta los primeros años ochenta que se la citaba con entusiasmo por los noveles demócratas. Recibiendo en 1981 el premio Príncipe de Asturias, sin embargo, María Zambrano, la segunda mujer, no regresaría a su país hasta el año de George Orwell, es decir, no regresó a España, después de exiliarse a finales de Enero de 1939, hasta 1984.
La filosofa, discípula del autor de “La rebelión de las masas” Ortega y Gasset, recibió, al igual que la primera mujer, el merecido homenaje a sus enseñanzas recibiendo como premio el Cervantes.

“La poesía, piensa María Zambrano, es respuesta. La filosofía, en cambio, es pregunta. La pregunta proviene del caos, del vacío. La respuesta viene a ordenar el caos, hace al mundo transitable, amable incluso, más seguro”. Palabras, igualmente encomilladas de María Zambrano.

Tú, lectora /lector perspicaz, habrás observado la cita más arriba de dos libros (hay citas de más de dos libros) escritos por dos mujeres no citadas hasta esta línea, “Nosotros, los Rivero” de Dolores Medio (que cité) y el finalista del Premio Nadal de 1947 “Los Abel” de la Matute (el ganador en ese año no fue otro que el escritor de prosa clara y castellana Miguel Delibes con “La sombra del ciprés es alargada” donde la portada refleja la ciudad de procedencia del escribidor).
La Matute, como le gusta llamarse a sí misma Ana María Matute, es la mujer que conforma el titulo de este relato, quizás extenso, quizás es lo que pretende el escribidor, como tercera mujer que gana el premio Cervantes. Nuestra vigorosa mujer de 85 kilates en años, kilates con K de kilo emulando el asiento que ocupa en la Real Academia Española se convirtió, igualmente, en la tercera mujer aceptada, después de trescientos años, como académica.

Atrás quedan los malos años, que también los tuvo. Esos años de enamorada ciega, casándose, sin hacer caso a los consejos de amigos y familiares, con el escritor Ramón Eugenio de Goicoechea, llamado por la Matute, “El Malo”. Con “El Malo” tuvo un hijo, del que se vio separada y que no pudo ver durante años por el capricho de las leyes franquistas que dieron la custodia al “Malo”.

En fin, que me alegro mucho, un montón, la descubierta de Ignacio Agustí, la apuesta de Ignacio Agustí “descubriendo” a Ana María Matute y su pequeño teatro. “Pequeño teatro” fue el primer relato que escribió la Matute con 17 años y que, Ignacio Agustí, autor de “Mariona Rebull”, y director en aquellos años cuarenta de la editorial Destino, compró el relato por 3.000 pesetas.

Llegado a este punto y aparte, tendrán que esperar Josep Cotten; Orson Welles; Trevor Howard uno de los tres es el tercer hombre que camina por los entresijos de las cloacas vienesas al compás de la citara musical de Antón Karas, seguida su sombra en la noche por el escritor, el escribidor y el tercer hombre que transcribe estas notas.

…Y lloran, lloran por las calles lloran
con gotas de agua se añoran
aquellos que ya no se verán.

miércoles, 24 de noviembre de 2010

SAN PETERSBURGO

Petrogrado olía a ácido fénico.
El humo de sus calles, guiaba el final de sus días.

El día luminoso, desnudo, 
reflejaba en su plaza
destellos de su majestuoso y acristalado castillo.

Una voz del tiempo, despierta el letargo,
tomando el palacio de invierno.

Leningrado desalojó su retiro, anestesiada,
Anastasia huyó de su fuego,
muerta, viva,
claman voces en la Historia.

Sant Petersburgo luce su hora,
su luz violeta
su ermita a orillas del Neva.

Sant Petersburgo
noches blancas
luz violeta
aguja dorada
sobre el arco de invierno.

sábado, 13 de noviembre de 2010

UN HOMBRE Y UNA MUJER

No era un encuentro nuevo, pero sí descubridor. El día amaneció sin secretos, amablemente primaveral en otoño. Descubrieron su confianza a través de este espejo que como tú, lectora, lector, seguramente te habrás visto reflejado en tantos paseos sin voz y tantas palabras con voces amigas.

Ese día, esa mañana, sus voces, nerviosas, se anteponían a cualquier final de frase de cualquiera de los dos.
Ella, más que nerviosa, repetía la cita una y más veces, no por inseguridad, sino por esa motivación  sosegada por la lentitud del reloj.
El, más que nervioso, moderado en sus palabras para no errar la cita, ni la hora.
Se conocieron recién estrenado el verano, pasada la noche más larga del año, una verbena que a Ella le recordarían y recordará toda su vida.

Hoy, reconocerán esa voz; reconocerán esas palabras escritas; reconocerán esas fotos regaladas. Hoy; se conocerán tal y como se entregan cada día desde ese comienzo de verano, sin palabras que rodeen sus vidas. Se conocerán con las palabras calladas; se conocerán con las palabras de sus ojos inquietos, ávidos, vivos. Hoy se conocerán a esa hora no taurina. Se conocerán en esa rambla sin flores, frente a ese número cercano en diagonal.

Abandona el lateral lado montaña de la rambla. Piensa que, la visión de Ella, desde el angular de la calzada central, será más afectiva a medida que sus ojos vislumbren su espera. En la poca distancia recorrida, le asalta la duda de su presencia al observar el portal de cita y la ausencia de una espera.
Abandona la calzada central para acercarse a ese portal modernista, sus piernas, por la inercia, desembocan su cuerpo en medio de la vía; su cabeza, guiada por sus ojos, hacen formar su cuerpo como un payaso en circo. Medio cuerpo, con sus piernas, en la dirección de ese portal al tiempo que el giro de su cuello, su cara obedeciendo al faro de sus ojos, saludaba con una sonrisa a distancia a la mujer sentada en el banco de madera frente a ese número que adornaba el viejo portal modernista.
Eran sus ojos los que ahora sonreían, cuatro ojos los que reían la llegada tan ansiada y esperada en días sin vino y rosas. Sin dejar de mirar los ojos de Ella, sentada en ese banco sin dedicatoria, como los famosos bancos de madera en Central Park, recibió su beso en la mejilla derecha, al girar su cara para ofrecerle su mejilla izquierda, Ella le besó en los labios. Sus bocas se unieron en un tiovivo de frenesí, de gozo, de alegría y la lengua de Él, buscó la complicidad y el juego en la noria emocional bajo el cielo de su boca. Breves palabras que no importan transcribirlas aquí, ahora, tan sólo, lo que importa es trasmitir el abrazo fuerte que Él le regaló.

Una mujer menuda, atractiva; su mirada, su sonrisa, su cabello rubio cereal, le hacían parecer más joven de lo que marcada su nacimiento. Su boquita, certificaba esta impresión en primera toma y observaciones futuras. Un nacimiento, en este caso el de Él, que el amor no entiende de edad y sí de sentimientos.

Bajo el chaquetón negro, la mano derecha de Él, atrajo hacía sí el frágil cuerpo de Ella, abrazándola de nuevo para no llenar de palabras la felicidad reinante entre sus ojos y la sonrisa de sus bocas. Después de unos minutos, mientras sus ojos seguían besándose, la voz de Ella se ahogó por el rugir del motor de un autobús y las cilindradas potentes de las motos.

-Sí; será mejor que busquemos un café o un local acogedor para desbordar este encuentro y bordar una y otra vez los abrazos pendiente y los besos de adioses entre la virtualidad superficial de internet.
-Que te parece ese café con nombre de ciudad italiana?
-Me guías tú, que yo estoy bastante perdida en esta zona.
-Te llevaré al huerto.
-Conoces algún huerto cercano por aquí. No es mala idea.

Sonrisas y miradas encendidas entre los dos. Miradas de querer.

-Lástima. Podíamos haber quedado en otra zona con huerto. La próxima vez pensaremos en ello ¿te parece?

Antes de pasar el semáforo dejando la gran Diagonal, asido a su mano, apretando su mano, sintiendo el apretón de su mano en mi mano, se miraron y se besaron sin llamar la atención. Lo cierto es, y así fue, que la huella de sus cuerpos dejada en aquel banco de madera, la atención no faltó y nuestras lenguas firmaron la certificación amorosa del encuentro.

-Sí; amor, el próximo encuentro pensaremos y, si no hay huerto, acicalamos nuestro vergel entre cuatro paredes.

Un rincón nada discreto. Aposentada en su silla, Él dejó su libro y chaqueta en la silla, antes de sentarse, arqueó su cuerpo bajando a la altura de su boca, la besó dulcemente, sin precipitación ni urgencias por el tiempo perdido. Dos, tres, cuatro minutos antes de sentarse sus labios intercambiaron la humedad de la pasión y sus lenguas, más que retroceder, se perseguían resbalando por el alvéolo humecido en sus bocas.

No dejó de hablar. Al observar la mirada de Ella, oyendo sus palabras, le animó a seguir contando al interés de sus ojos; el año de su llegada a Barcelona; la fábrica en aquel Manchester catalán, hoy desaparecida. Su afición como rata de biblioteca de la misma fábrica. Su primer trabajo, cosas y casos familiares…….Sus ojos, como espejos, advirtieron, como semáforo de atención, que debía callar. Interpretó la mirada de Ella como el deseo de abrazarla, extendió sus manos hacia los hombros de Ella, cubiertos por una fina camiseta blanca cubriendo la insinuación de sus pechos, un sujetador  a juego como la tarde otoñal, en color castaño. Deslizó sus manos lentamente por los antebrazos de Ella, jugando pausadamente con el dorso de su mano bajo su axila, contorneado sobre la fina camiseta sus pechos, dejando su dedo corazón el roce en su ondulante pezón despertado bajo la ropa. Su mano siguió el trayecto por la ladera hasta llegar a las manos de Ella, cerrando en apretón de manos ese beso no hablado y deseado. Él, alzó su cuerpo de la silla acercando su boca a la boca de Ella, sus lenguas acallaron ese silencio descrito por sus manos.

-Mira, le dijo Él señalando el enfriado líquido del café.

Ella, casi al instante de que el camarero sirviera el cortado, bebió el templado liquido en dos momentos, mientras, por sobre de la tacita, sus ojos miraban mis ojos.

-Será mejor que te lo bebas o te sabrá a menos.

Al dejar la tacita sobre el platillo, las manos de Ella se posaron en sus manos. Las notó frías y, a la vez, su carita encendiéndose en la dirección carmesí. Refugió entre sus manos esa carita de color otoñal, dejando que el pulgar de sus manos repasara sus finos labios, su boquita grana. Ella le mordisqueó como solo saben morder los amantes sin recibir daño.

-Sí, amor; será mejor pasear por la calle para que me sepa a más tu presencia al abrazar tu cuerpo.

El sol dormía su luz; la noche no se había echado encima. Caminamos por esa calle estrecha, así, abrazados, sintiendo el apretón de manos y nuestras miradas besando de nuevo. Para no entorpecer el poco transito peatonal, aprovechando el entrante de un parking, nos besamos con ardor, apasionadamente. Sus manos, bajo el negro chaquetón, atrajo hacía sí el cuerpo de Ella sin dejar de besarse. Sintiendo las manos de Ella como se apoyaban en las nalgas de Él. Imitando el movimiento de sus manos, Él descansó las suyas en su culito atrayendo con su fuerza la pelvis de Ella como acoplamiento en la pelvis de Él. Sin rubor y deseo, Ella frotó su bajo vientre jugando con el despertado sexo de Él, siguiendo la cadencia de sus lenguas. Unas extraviadas voces de transeúntes, despegó sus cuerpos, sonriendo sus ojos, estrechando sus manos.
El final de la callecita les desembocó a una plaza conocida, antes de llegar a esa plaza, después de la última sonrisa, Ella resbaló su mano a su pene todavía erecto y duro, palpándole de arriba abajo y viceversa. Entre la cazadora de Él y su libro, disimuló el juego de sus dedos en su sexo.

-¿Entramos?
-Ummmmmmm, sí.

Era un local a media luz, un bar casi artdeco, con cuadros amateurs en las paredes, mesitas individuales a la izquierda del pasadizo hasta la barra y unos bien distribuidos sofás, con mesita, en su lado derecho según se entra.
Las prendas de abrigo quedaron vigilantes sobre el bolso de ella. Esperó que la camarera les trajera la consumición pronunciada. Sintiendo cercanos los pasos alejados de la camarera, Él la abrazó fuerte fuerte, observando como el cuerpo de Ella se relajaba en el respaldo del sofá. Ella le susurró al oído palabras que solo Él escucho y que el narrador intenta transcribir como sucedió. Sus besos no eran furiosos, sus lenguas no luchaban, eran, más que besos enfurecidos, mil besos deseados, escritos, sonreídos en el papel pasados en limpio por la caligrafía amorosa de sus lenguas.

Él, le preguntó con la mirada ¿Puedo?
Ella, le contestó con el gesto de sus dedos desabrochándose el botón del tejano que escondía su piel suave.

Acarició sus pechos por encima de la camiseta, provocando ese suspiro en sus labios y ese movimiento de mariposas en su interior. Reptó su mano hasta ese hoyuelo de la vida, jugueteando en círculos con sus dedos. Ella, abrazada a Él, abría sus piernas balanceando pausadamente su cadera. Su mano, esta vez bajo la camiseta de Ella, zigzagueaba por su piel sintiéndola caliente, temblorosamente placentera, el corazón de su dedo, se sumergió bajo el sujetador, alzando su costura liberó ese pecho blanco bajo la opaca luz, marcando una aureola volcánica en su pezón sensible, endurecido. La yema de su dedo adivinó el juego amoroso en ese cántaro de miel, sintiendo como su boca buscaba mis labios, besándome sin furia. Mi lengua revoloteó en ese pezón, aventando el deseo.
Ella, colocó su negra chaqueta sobre sus muslos. De nuevo sus ojos interpretaron la lujuria de dos amantes, deslizando su mano hasta el nacimiento de ese vello erizado. Su dedo, acarició ese valle, el oasis aguado por mil caricias. Hasta donde llegó la abertura del pantalón, llegó su dedo a esa raya abierta de su grieta, notando como su dedo resbalaba más y más en esa hendidura encharcada ahogando mi dedo. Los gemidos de Ella se apagaban en el oído de Él, llegando su voz a musitar: que me das, para para.
Obedeciendo a sus deseos por la circunstancias y sin huerto que sembrar por la zona,  aplacó sus caricias, liberando su dedo de esa encharcada y deliciosa laguna. Ella, besó sus dedos y Él beso su mismo dedo para llevarse el sabor y el olor de Ella dentro de sí.

-Debemos marchar cariño.
-Sí; susurró Ella. Pero antes, déjame acariciar esa estaca que perfora mi ardor. Ese falo que mis manos anotan sobre tu bragueta y notan saltitos de placer a cada orgasmo provocado en este juego de amor.

Notó sus finos dedos en su pene, apretando en un puño sin cerrar el grosor provocado por Ella y ese glande inquieto al roce de la yema de sus deditos. Dejando su beso como tarjeta de visita.

Al desandar los pasos de la tarde, dejando tras de sí la calle con nombre del filósofo griego, volvieron a salir a la calle con nombre de la diosa de la sabiduría, ahí, en ese mismo lugar del primer prolongado abrazo, Ella le susurró:

-Tenemos que separarnos. En esta hora sin luz, pueden ser las miradas, más molestas que la propia luz.

Ven le dijo y, tomándolo para sí, le abrazó fuerte, provocando el último roce de sus sexos arropados.

En ese paseo central de la Diagonal, dejó su espalda a sus ojos. Él la vio correr, el bus estaba en la parada. La mano de Ella, dentro de la plataforma del bus, decía discretamente el adiós a la mano en bandera de Él sobre el asfalto de la calle.

Se subió la solapa de su cazadora. No hacía frío, pero no deseaba que se escapara el calor de Ella en su cuerpo, todavía caliente. Antes de conocerse sin conocerse, la dibujó, tras sus letras y conversaciones de días atrás, como la imagen de una presentadora de televisión. Ahora, que ya la conocía, conociéndose cada minuto mejor, con confianza mutua, le recordaba todavía más, no a la presentadora, sino a la actriz francesa Anouk Aimée.
Una actriz en su esplendor en los años sesenta y setenta. Todavía perdura en Él su imagen, su impacto cuando visualizó esa película. Claro que, entonces, no sabía quien era la actriz, pero a raíz de su papelazo en esa película, el tema, las secuencias combinadas de color al blanco y negro con apariciones en sepia, todavía, como dice el narrador, tiene un lugar preferente en su memoria.

Esa tarde, un hombre y una mujer vivieron, sin escenificar, ese apasionante romance de dos amantes como aquella, ya vieja película, “Un hombre y una mujer”.

El bus dejó tras de sí un hombre enamorado, llevando en su interior una mujer enamorada, entre el espacio, la melodía de Francis Lai dejaba el vacío de esa tarde de amor.






 

sábado, 23 de octubre de 2010

ADVERBIO DE TU TIEMPO

Aquí
en mis noches
en mi soledad escogida
en mis horas tranquilas
rodeo tu efigie, tú estampa.

Luego
al unir mi mano con tu mano amiga
extrañé tu ausencia
la que dejó tu sombra en mi penumbra..

Ahora
espero el resplandor
de tu beso
el que tanto extraño
el que adormece en nuestros  labios.               

Cuando
tu fulgor prenda en  las tinieblas
avivará mi sombra
apagada  la noche.

domingo, 10 de octubre de 2010

IMAGINE....PUEDES DECIR QUE SOY UN SOÑADOR.

 


Podía ser otro día,  ¿por qué no, el miércoles? Pero no, el día estaba marcado como el as de picas que escondía Doc Holliday bajo el puño de su camisa impoluta, mientras esperaba paciente la llegada de los hermanos Clanton, allá, en Tombstone.
Ese día, lunes, el día más crucificado de la semana, el trayecto en tren hasta el valle, lo soportó en la plataforma, de pie, sin poder ocuparse de su bien más preciado, la lectura. El libro, dormido en su macuto, despertó su mente, su pensamiento y, como si tomara café en esos poyetes de cualquier Starbucks, comenzó un guión que no escribiría y nadie leería.

Cerró los ojos, más cerrarlos miraba el espacio sin ver. En ese principio apareció Ella, su figura de hoy y la presencia de ayer. Ahora le miraba a lo lejos, le sonreía. Su sonrisa le trajo su nombre, Stella; Luisa; Wanda; Marina, Mary y Lucy, tantos nombres de guerrillera en los años 70, porque lo fue,  para la misma chica de ese montón sin Pepi ni Bom. Fue una estudiante precoz, no como una eyaculación, sino como placer en estudiar a Proust y a Sastre, hija de un emigrante búlgaro. Entre el tiempo que cambiaba de nombre de guerra y de filósofos, le gustaba leer los cuentos de los Hermanos Grim. Una vez entre rejas,  marcada con el número 097, su verdadero nombre salió a la luz, Dilma. El bom, que no la almodovariana Bom, llegó este mes con el dedo de Lula señalando a Dilma Rousseff como la futura presidenta de la nación más extensa de Sudamérica. Así las cosas Pepi, te quedas sin salir en el encuadre filosófico del guión en este lunes, claro que, siempre te quedará como recuerdo, ser una de las elegidas en el primer largometraje del escribidor por encargo, en la revista El Víbora, Pedro Almodóvar.

El tren traqueteaba en zigzag, deslizándose sobre las paralelas, reptando, como lamiendo el suelo. Lamer, besar; dos palabras que, en ese momento, cuando el convoy era engullido por un nuevo túnel, el guionista, haciendo un punto y aparte, recordó aquel encuentro.
Más que mirar el horizonte, donde todo era negro como un agujero negro, siguió la dirección del viento, hasta arrastrar su pensamiento en el principio de esa dirección, Barlovento.
Al salir a la luz, después de largos minutos arrastrándome por trece agujeros negros, dejando el nacimiento de los manantiales Marcos y Cordero, el olor a tierra llenó mis pulmones. Una fragancia fresca, dulce, melosa envolvía y formaba el espeso y claro bosquecillo de Los Tilos de San Andrés y Sauces. Allí, en el mirador del bosquecillo, antes de  descender hacía Sauces, estaba Ella, morena de melena lacia; tez trigueña de ojos negros. Nos saludamos, el día antes nuestras miradas se cruzaron en Charco Azul, piscinas de agua marina, un pasiajae entre natural, salvaje y abandonado, pero hermoso como la hermosura de Nieves. Ese era su nombre. Quizás sus padres le pusieron el nombre de Nieves por el contraste de su piel, pero no, esta paradoja no servía en su isla. Su nombre se debía a la patrona de su isla, Nuestra señora de las Nieves.
Al descender por la ancha pendiente del sendero sombreado de tilos, recogió mi mano en su mano. Nos miramos, los ojos dejaron el silencio de nuestras palabras. Las manos, apretadas una sobre la otra, manifestaban el recorrido de la sangre por nuestras venas. Deshice ese lazo de nuestras manos, enlazando mi brazo en su espalda hasta descansar el hueco de mi mano derecha sobre su hombro derecho. Antes de cruzar el último túnel, donde no se necesitaba reptar ni luz de linterna, a diferencia de otros dejados atrás, adelantó su paso hasta ponerse delante de mí frenando mis pasos. Sus manos enlazaron mi cintura, su voz dejó el eco repetido entre lo bóveda del túnel, besame otra vez, dijo. La besé, y, al igual que minutos antes mi cuerpo serpenteaba por esas cuevas de agua, mi lengua culebreaba el cielo de su boca. La aprisioné con fuerza, una fuerza entregada, mis manos en sus nalgas, haciendo suyo el órgano sin hueso que despertaba entre mis piernas. Acopló la dureza firme de mi pene entre su falda, un pareo que era una falsa falda, sus dedos, ágiles, acostumbrados al trajín de la banana isleña, acompañaron mi pene al inicio de su gruta, un nuevo túnel que deshacía el número trece de los ya contados. Con la luz del día cayendo, rodamos por el suelo alfombrado en hojas tileras, confundiendo el olor a tierra con nuestros olores de carne, llegando de nuevo esa fragancia fresca, dulce y melosa de Ella.
La ropa veraniega hizo fácil el vestir. La noche clara, se nos echó en la hora. Una hora que se teñía de violeta confundiéndose con el color ocre  de la piel, brillante y excitante de Ella.
Nieves, se dirigió a su auto, un 4x4 Suzuki 13000 rojo. Al pasar frente a mí, el reflejo del último rayo de luz sobre el retrovisor, señaló el color rojo sobre mi cara. Su mano extendida marcaba el adiós de un encuentro no citado y un adiós con las horas contadas.
Antes de abandonar mí choza, prefabricada, en Roque de los Muchachos, observando cometas y estrellas, al dejar la pendiente, enfilé la carretera, LP-1 hasta llegarme a Los Sauces, tomando mi desayuno en ese restaurante casero con mesas y sillas de noble roble donde, por primera vez, antes de observarla con deseo en las piscinas naturales, nuestras miradas se cruzaron como un descuido. Sus encendidos ojos, serenos, alumbrarían como faros mi regreso por Fuentenueva y Tenagua hasta Villa de Mazo donde un Boeing echaría a volar ese encuentro entre los tilos.

 El traqueteo que me acompañaba no era el clásico suspiro del tren, me encontraba en medio de la nada, una nada conocida vestida de niebla, seguí mis pasos autónomos, conocedores del terreno.

No la creí. Como tantas veces, la estaba analizando, desnuda y vestida. Su chaqueta a juego con su falda tubo, con apertura prolongada hasta lucir a cada paso el firme moldeado de sus nalgas y sus zapatos con tacón aguja de pino, la transformaba en una señoría tan perfecta como la mismísima Piazza della Signoria florenciana.
Al oír la palabra Florencia, no la creí. Ella sabía que mí escapada a Florencia estaba marcada en el calendario. Ignoraba que, ella, mi amante analizada, partía al día siguiente a la ciudad florentina, dos días antes de mi partida.
Podía ser un encuentro  ácido o atractivo o, disimuladamente sorpresivo.
Ella, mi amante, sabía que la observaba, que recapacitaba sobre cada fina línea de su cuerpo. Que jugaría con mis dedos a inventarse nuevos suspiros, perdiéndose entre las imágenes que recrean mis letras sintiéndose adorada.
Ahí estaba; contemplándola, analizándola en esa cama clandestina, desnuda, cual mujer desnuda de Modigliani; cojín rojo bajo la nuca a juego con la colcha roja y el color rojo de sus labios. Sus manos, descansadas hacía arriba, como si la estuvieran atracando, reposaban a ambos lados de su cabeza. Su pelo negro, sus ojos verdes y la huella negra de su sexo, reverberaban mil imágenes en la lámpara de lágrimas que adornaba la habitación.
Acomodada en mis besos callados, cerró los ojos mientras redactaba y reptaba con tinta invisible entre sus muslos, ansiando matar ese tiempo que me separaba de ella.
La lámpara de sus ojos verdes, como su sexo, lagrimeaba de placer  al paso de mi lengua en esos nuevos suspiros descubiertos,  rubricando cada mota de tinta invisible que dibujaba en su cuerpo desnudo.
Dentro de ella, sentí el espalmo repetido en mil imágenes, desbordando su gemido final, el ahogo de otros sollozos jadeantes de sus cuerpos, amándose hasta la extenuación, transparentados en la luna de plata.

Noté en mi espalda el empujoncito de una mano y un hilo de voz desahogando un favor o lamento:

-Sorry. Please.

Al girarme, ella, mi amante Sang Yue, vestida, no para matar, sino siguiendo el guión de una autentica taiwanesa, sorpresivamente y disimuladamente, me solicitaba hacerle una foto para inmortalizar nuestro encuentro sin cita previa. Un encuentro en ese encadenado donde los enamorados prenden un candado y lanzan la llave al río Arno para simbolizar amor eterno.
Una estampa que quedará eternamente en la memoria, no sé si nuestro amor clandestino perpetuará más allá de este espejo.
El Puente de Vecchio, sobre el río Arno, dibujó esa imagen de colores siena, mientras Sang Yue sonríe pensando, quizás, en esa tarde donde mil imágenes reflejadas en la lámpara, seguían el ritmo de dos cuerpos apareados, fundidos apasionadamente.

Podía ser otro día, pero hoy, viernes, se me antojó un esplendido día para refrescar y perpetuar esa historia que nunca fue un guión.
                                                

jueves, 2 de septiembre de 2010

1.- SHANE

A una hora temprana; la hora de los mañaneros como le gustaba evocar, a esa hora donde se escuchan los secretos al amanecer, a esa hora en que una fina bruma despierta el valle espejeando la corriente de agua río abajo, sus pasos se detuvieron en ese linde donde comenzada la ancha curva marcada por el río antes de enfilar la recta que desembocaba en la gran urbe herida por mil canales.

De pie, en ese pequeño montículo bajo el cual discurría el Piave, contemplaba la calma y la hermosa campiña regada de Torcello. Colmado en tanta belleza, no tuvo respuesta al porque ni del como le llegó en ese preciso momento el flas de una anécdota de su primera juventud, cuando la edad infantil pierde su nombre. Quizás fuera por las raíces que alfombraban sus pies en esos instantes de contemplación. Quizás esas raíces le trajeron sus, digamos, raíces profundas o su profundo pensamiento en estos momentos de felicidad a sus pies y la bonanza del horizonte a esta temprana hora.

El murmullo del río deslizándose entre los guijarros, le recordó la primera vez, que él recuerde, el primer beso que dio a aquella jovencita., compañera de clase, cuando la edad no llegaba a la quincena. Mirando el arrastre de pequeños troncos sobre el río, el gracioso sonido que provocaba el agua del río entrechocando con las rocas, recordó ese momento, como un flas, como el mismo sonido que provoca el río al encontrarse un parapeto de piedra en su huída. Ahora, más que nunca, está convencido que sus compañeros de clase le engañaron, como le engañan hoy día, a pesar de los años, ciertas personas a quien entregó su amistad y hasta su amor. Le embrollaron diciéndole que era una chica fácil y que se dejaba, que le iba la marcha por decirlo o escribirlo deprisa. Aquella tarde, hace ya muchos años, recuerda mirando el horizonte donde, siguiendo el sendero bordeando el río, le llevaría a enlazar con Murano y Burano, invitó a Olga, así se llamaba la jovencita, al cine Horta. Un cine que ya no existe y en su lugar, como la vieja canción, han puesto un parking, aunque si existe, claro es, la barriada de Horta. En verdad la vieja canción dice: “…y han puesto en su lugar, abajo un café bar y arriba una pensión::”

Al salir del cine, al final de la calle con nombre de río, en la falda de la montaña en forma de turó, como el río que suena frente a él, murmullo al oído de Olga si la podía besar. Antes de oír su respuesta él la besó en la boca, a esa edad, recuerda ahora, la beso con furia, sin traza, sin saber que era un beso o a que sabía sus labios. La recompensa o el premio que recibió fue una sonora bofetada de sus cinco dedos, los cinco dedos de la mano derecha de Olga. Quizás haya sido el chasquido de esa raíz arrastrada por el agua que provocó saliera a flote esa raíz profunda de su pensamiento. A decir verdad, esas profundas raíces o raíces profundas, en este bello paisaje que contempla o en otras panorámicas no tan bellas por describir, le encantaría que salieran a la luz como escuchando secretos al amanecer entre tú y yo, lectora y lector.

Se tocó la mejilla, como si sintiera en este recuerdo al calor que dejó la marcada mano de Olga en su piel. Sonrío. Cerró los ojos y volvió a sonreír. Paso a paso iba dejando el meandro que dibujaba el río, enfilando la recta, bordeando el Piave. En esa larga recta, como paisaje tizianesco, -si se me permite la expresión, no en vano Tiziano nació en esta región de Véneto- cuando el color del sol de poniente se filtra entre las agujas de pino y el brillo del agua del río, la escena de tarde se dibuja en mil colores destacando el color cobre que recogen las rocas como pendientes colgantes bajo esa hora baja del sol, falleciendo su luz.

Dejando el pequeño remanso del río, al final de una larga recta, paralela al Piave, la torre, menos bella que la de Pisa pero igualmente inclinada de Burano, un pueblo de mil colores, indicaba la proximidad de mi ciudad. No; me engaño. Mi ciudad es Paris y Venecia, la ciudad sin luz donde no me importaba perderme en sus tantos canales y sus puentes, unos, agazapándote para deslizarte bajo ellos y otros, altos como San Marcos para el balanceo de la pequeña embarcación. Observar desde el Puente de los Suspiros, en esos días otoñales como la crecida del canal inundaba la misma plaza, oyendo el graznido impotente de las palomas colgadas sobre los viejos cables sin poder aterrizar en la laguna formada sobre el cemento.

El pequeño sendero, dejada la larga recta, volvía a esconderse entre malezas y pinos desembocando de nuevo a pie del río. El sonido, como un gran chasquido, de la esclusa, acompañó un nuevo recuerdo, otra raíz profunda. Un recuerdo de un 23 de Abril. Un día inolvidable en cualquier año. Ese día, el irlandés me firmó un libro, no recuerdo el año. Abandono el ordenador y, dirigiéndome al estante donde descansa el libro “Vida, pasión y muerte de Federico García Lorca” observo releo la dedicatoria y, naturalmente el año, 1.998. Rememoro la pregunta que le hice: “Para cuando una biografía de Ernest”. Su respuesta, hoy día me sigue, no molestando, pero sí sin comprender su respuesta. Su respuesta: “Hemingway no se presta para biografiarle, porque es muy macho ¿no? Muy duro, rudo y macho”. Esta fue su respuesta.

No fue el rebrote del agua liberándose de la esclusa la causa del recuerdo descrito, fue el alboroto de unos patos salvajes alzando el vuelo tras los disparos de unos cazadores furtivos o no agazapados entre las pequeñas isletas de juncos que ellos mismos prefabricaban como señuelo para atraer a los ánades libres y salvajes. Así recordé esa profunda raíz en la vida de Ernest Hemingway y su juventud tan enciclopédica.

Enlazar Shane de tiempo vivido me hace escribir estos recuerdos y otros que, posiblemente llegaran sin prisas en estos secretos al amanecer. Como Shane, soy ese desconocido por conocer. Shane es una película basada en luna novela de Back Schaefer y, como el buen vino, no pasa el tiempo en ella, donde se revela la humanidad, la honradez y los valores de fe de un pistolero, desconocido, ante las injusticias que sufren los granjeros ante el cacique de turno. La película tuve seis nominaciones para los oscares. En aquel año, 1953, se llevó una estatuilla a la mejor fotografía.

Alan Ladd, interpretó al pistolero desconocido y Jack Palance, como en su mayoría de interpretaciones secundarias, representó al malo. Treinta y dos años después de “Raíces profundas”, así se tradujo en este país “Shane” el duro de Clint Eastwood se inspiró en Shane para el rodaje de “El jinete pálido”.

Sin Shane, llegarán otras raíces profundas en este mundo de demonios y carne.

sábado, 14 de agosto de 2010

ENTRE TANTAS FRIEDAS

Me llamo Buch; Herman Buch. Depende del eje de rotación de la Tierra aparezco por el este y desaparezco por el Oeste. En realidad esta situación únicamente ocurre dos días al año. El resto de los días puedo aparecer donde menos te lo esperes o, donde tu blog me lleve.

Recuerdo el año en que llegue a este amanecer. Confundiendo mi nombre a las amistades que me rodeaban y a los enemigos que me cercaban, decidí, para salvar problemas de lengua, pues no pocos eran los que al pronunciar mi nombre se lastimaban su órgano muscular situado en la cavidad de su boca, provocando pequeños goteos de sangre y ganando enemistades, decidí, digo, amoldarme a su lengua, país de este amanecer, corrigiendo mi nombre por dos motivos.

Uno; fácil deducción: al pronunciar mi verdadero nombre, Herman, lo pronunciaban con la letra “G” con lo cual quedó mi nombre como sambenito a su traducción castellana de Germán. Un sambenito consentido, que no con sentido, pero en fin, letras a la mar.

Dos; no tan fácil deducción, pero a ello voy.

No quise que se me confundiera con el verdadero Herman Wouk, (que más deseo suspirado) pues no pocos, en época escolar, universitaria y otras gaitas, conformaban mi apellido Buch con el apellido Wouk.

Vosotros, futuros lectores de estos secretos al amanecer, habréis sospechado que me estoy refiriendo al autor de “Youngblood Hawke” .

Releyendo la traducción de alguna de las novelas de Herman Wouk, en este mi país de acogida, no es de extrañar mi sorpresa en el bautizo de mi nombre Herman por Germán.

“Youngblood Hawke” es el titulo original de una de las obras más conocidas de Herman Wouk. Como digo, en este país de acogida, la traducción a esta novela quedó como “Mundo, demonio y carne”. Casi nada lo del ojo y lo llevaba en la mano.

Esta novela “Youngblood Hawke”, con guión del propio Herman Wouk, se llevó a la pantalla con el mismo titulo, pero, siempre un pero en este mar amanecido, nuevamente, en este mi país de acogida, bautizaron su estreno con dos sonoros cambios; en unos cines se anunció como “Una mujer espera” y, en otros cinemas se anunció con un titulo más romántico, siendo un drama, la titularon “Un amor espera” con la hermosa protagonista de “La mujer sin rostro” Suzanne Pleshette.

Suzanne siempre me regala excelentes momentos, como el momento de escuchar Suzanne de Leonard Cohen.

Por cierto, me gusta Susana en esta traducción de amanecer sin secretos.

Todo esto, rollo o no, más como presentación de quien soy, como advertencia para navegantes sin mar que, a la deriva, hayan llegado a esta orilla castigando sus ojos hasta el último punto final de cada historia o historias. Así es, pienso llenar de borrones estos folios en blanco que se me presentan ante la pantalla. Pienso escribir, permitidme el plagio a casi mi tocayo Herman Wouk (salvando las grandes distancias, naturalmente) del Mundo; del Demonio y de la Carne.

No pretendo ser el dragaminas Caine, ni mucho menos el capitán Queeg, ni en la ficción ni suplantando al actor duro que dio replica a ese personaje, Humpfrey Bogart.

Bien; la cita al duro, dicen, a Bogart o Queeg, se debe a la película “El motín del Caine”. “El motín del Caine” os sonará un montón como celuloide y mucho menos os sonará como novela del gran Herman Wouk.

Con todo esto quiero decir que no llego a este amanecer a imponer disciplina ni a cambiar ninguna norma si la hubiera, esto es, divertirme, distraerme. Únicamente intentaré recrearme a mi mismo y solazar a la tripulación hasta desaparecer la palabra motín.

“A la señora Frieda Winter, recordando con gratitud su amabilidad hacia un joven solitario en la ciudad.

El primer ejemplar salido de la imprenta, primer fruto de mi pluma, con sincera admiración que nada puede cambiar”

(Arthur Youngblood Hawke de Herman Wouk)

Frieda Winter puede ser Susana entre tantas Friedas.

“Arthur Youngblood Hawke

HOVEY, 1920 – NUEVA YORK, 1953

La muerte solo es tristeza. La tragedia está en el desgaste”

(Mundo, Demonio y Carne de Herman Wouk)

Suzanne Pleshette