sábado, 21 de enero de 2012

HABLANDO CON UNO MISMO


Fueron días de gloria, arabescos, sobre horizontes de grandeza buscando las llaves del reino en el valle del destino ¿Recuerdas?

Azules y grises, el despertar, como almas en la hoguera bajo el cielo amarillo, solo el valiente, el gran pecador, como duelo al sol, el pistolero en su llanura roja traspasando la barrera invisible en pasión de la selva, solo y valiente tras la noche de los gigantes, atrapados en el espacio como espejismo llegado en aquella decisión a medianoche en nuestras vacaciones en Roma, se acercaba la hora final, apagándose la voz del silencio.

Gringo viejo en el cabo del miedo, como lobos marinos, allá, en la cima de los héroes vistiendo su rostro las nieves del Kilimanjaro, aquella conquista del Oeste, sin los cañones de Navarone, el capitán Newman, el hombre del traje gris, ponía fin a sus días sin vida, como matar un ruiseñor, moría su proceso paradine.

Esta historia, estas letras, carecen de veneno, como carece la ausencia de Magdalena Paradine, de hecho, es una historia, historias, virtual con una protagonista real, inspiradora, como Betsabé al encuentro de David o viceversa, que queda al margen de la propia historia que sobrevuela el guión en mi azotea, pero que sin su presencia en aquel 26 de Marzo, su voz escrita y su fuego en el cuerpo, no habría nacido esta historia, estas letras. Este guión al otro lado del espejo.

Él, seguía escribiendo el guión en su pensamiento, mientras, al otro lado del cristal, amanecía de nuevo y un corrillo de pequeñas ardillas, jugueteaban y rastreaban restos de comida en Madison Square Park, reflejando, los primeros rayos de luz, el singular y triangular edificio Flatiron, entre Broadway y la Quinta Avenida.
En la Calle 23, confluyendo con esas dos avenidas, desde la planta 23 del hotel Madison, habitación 269, Él seguía escribiendo trazos sobre el folio transparente del cristal, su mente.

El alegre ajetreo de las revoltosas ardillas sobre el recién regado césped de Madison Square Park, no inquietó su historia, fue la voz de Ella que, a su espalda, el cristal reflejaba la hermosura de su frontispicio, es decir, su blanca desnudez.

Habían pasado la noche, tres noches, en esa habitación 269 ya casi en propiedad en cada una de sus visitas como congresista, como acreditaba secretaria de las naciones Unidas.

Aparcó su historia, su guión, dando la espalda al triangular edificio, convergiendo sus ojos en el triángulo sombreado de Ella, rasuradito, recortado, de su sonrisa vertical. Su coñito despertando la mañana, como esa flecha de luz iluminando el Flatiron.

Él, desnudo, se acomodó en el sillón orejero. Por nada del mundo quería perderse la ceremonia del adiós de Ella, muy diferente a la de Simone de Beuavoir en su ceremonia a su baboso amante existencialista.

A diferencia de cualquier striptease, Ella comenzaba colocándose en primer lugar el sujetador, dejando la braguita, en tercer alojamiento en su cuerpo, sobre la cama.

Antes de pinzar sus dedos la braguita, sus largas piernas de nieve y calor, se transformaban en sombra de noche enfundadas en el interior sedoso de unas medias negras hasta la medianía de sus muslos, dejando un hermoso contraste blanco en su piel con el negro de sus medias, escandalosamente sensual, erótica.
Encajado su liguero negro en sus excelsas cartucheras, su culito abandonó el borde de la cama, todavía ardiente de nuestros cuerpos retozando en la noche.
El triángulo rojo de su braguita iba tomando forma a medida que sus manos izaban ese trocito de tela por sus muslos hasta que su color de sangre transparente resguardaba el triángulo recortado de su sexo. La sonrisa de su chochito quedaba abierta bajo ese fino encaje de su braguita.
Dio la espalda al espejo. Frente a Él quedó la blanca desnudez de su cuerpo en encendida atracción de pasión, de deseo como el color rojo de sus prendas. El espejo  devolvía, al unísono,  el vaivén de sus nalgas desnudas.
Una diáfana blusa con ribete sonrojado en rojo, dejaba a los ojos la luz cubierta de sus pechos, sus mangas orientales campeaban en ribetes rojos al encuentro lazado, haciendo juego con su desnudo cuello en forma de barco luciendo sus ondulados hombros e insinuación picara en la fisura que dividía sus senos resguardados bajo las caprichosas blondas del encendido sujetador.
La falda, sexy, sofisticada, sensual, enlutaba el color rojo de su ropa interior a juego con su blusa. Una falda, negra, de tubo, enmarcaba su culo en sinuosa apertura. Sus cachas quedaban marcadas como sus nalgas ciñendo su figura y sus muslos llegando a la altura de las rodillas, estilizando sus formas femeninas y elegancia.

Quedaba la desnudez de sus piernas enfundadas en la negra seda de sus medias, sin dejar la insinuación constante, sofisticada, sensual y sexual del tecleado de sus pies fletados en negros zapatos peep toe a juego con la seda de sus medias y su ceñida falda, dejando la carnosa insinuación de algún dedo en la descubierta de su proa, anclados en fina aguja de pino formateando, libidosamente, sus movimientos sensuales en espera, vestida para matar, de las miradas del judío húngaro Nicolás, o los piropos impropios, más allá de las palabras, del plebeyo caballero Silvio.

La silueta de Ella cada segundo era más distante, su alejamiento, su adiós, quedó patente tras el cierre de la puerta, quedando Él desnudo de Ella y desnudo adelantó sus pasos al ventanal para verla por última vez en ese día sin fecha fija de retorno.
En su azotea brilló de nuevo su guión sin escribir, recitando el poema de Dylan Thomas cuando, por vez primera se cruzaron sus miradas, los ojos de Él con el mar azul de los ojos de Ella.

“Desde la primera huella del pie descalzo,
desde la mano que se eleva y la irrupción del pelo,
desde el primer secreto del corazón, el fantasma que advierte,
y hasta el primer asombro mudo ante la carne”.

Toda Ella era poema, de los pies a la cabeza, y su carne la prosa que alimenta mi esencia.

Con la desaparición del coche oficial por la Avenida de Broadway, el trajín en Madison Square Park  le devolvió a la introducción de su post, su guión por descifrar de algunas y algunos que se atrevieron a proseguir la lectura de ese encabezamiento donde se reflejaban, letra a letra y línea a línea, algunas de las películas de Gregory Peck hasta ese punto final como proceso paradine.
Sin duda, una asociación de hechos en su vida, le llevaron a ese guión mental.

Su mirada abandonó el parque, dando el culo al Flatiron. Dirigió sus pasos al baño, pasó hoja a su guión, encontrándose sin saber el porqué, o sí lo sabía, con un poema de Armand Silvestre:

“Me gustan tus ojos, me gusta tu frente,
Oh mi rebelde, Oh mi fiera,
me gustan tus ojos, me gusta tu boca
donde mis besos duermen.”

Se acordó de él, sabiendo el porqué de la llegada de ese poema, de Jordi Dauder en su sueño eterno. Viejo zorro luchador.
Transitando por la Avenida Madison, en busca de Vanderbilt Avenida, se le acumulaban los recuerdos. Ya en la galería de esa avenida en el interior de Grand Central Station, con el deambular de la gente en el vestíbulo, apareciendo de nuevo los recuerdos, la voz melodiosa de Montse la Roja, echando en falta su ironía y sus escritos: “Siempre que escribo una cosa es porque no entiendo lo que veo”  tertuliaba la Roja junto a Víctor, el Capitán Trueno y Annie, repasando Barcelonight.


El reloj con la figura de Mercurio, marcaba la hora del adiós. Desandó sus pasos hacía la Avenida Lexington con Madison y la 42 Street en busca de la tentación, esa graciosa mentira que nos dejó Billy Wilder. Sabía que era mentira, que en ese cruce de avenidas no existe ningún respiradero de metro provocando la estela en volandas de la falda alba de Marilyn. Majestuosa escena rodada en interiores.

Con la sonrisa en los labios, repasando la tentación vive arriba, tomó la 42 Street hacía East River, dejando a sus espalda el edificio de las Naciones Unidas donde, seguramente, su amante en rojo y negro, tomaría nota mientras otras miradas se perdían entre el cruce de sus piernas como afiladas agujas ferroviarias.

Sin previo aviso, atravesando el túnel Queens Midtown como si se tratara de una de las escenas de Men in Black, recordó “La herida luminosa”  obra teatral de Joseph María de Segarra. Sonrió de nuevo entre cláxones y zumbidos. Le zumbaba en la cabeza como un gobierno autonómico con seny, como gustaba reconocerse ese gobierno, dejaba en el olvido el cincuentenario de la muerte del gran dramaturgo, novelista y poeta.
No solo el gobierno con seny, sino el olvido de los propios productores teatrales de la gran ciudad, en especial la omisión del teatro Romea en el cual Segarra volcó todo su amor al teatro. Ninguna obra programada conmemorando ese recuerdo.
Al joven actor y actualmente director del Romea, Julio Manrique, no debería haber pasado por alto este detalle, y, si llegó tarde por ajuste de programación, el delito debe recaer en la productora Focus.
Claro que, ¿qué otro teatro tenía en cartel una obra de Segarra? Ninguno. Bochornoso.

“Una vella coneguda olor” (Una vieja conocida olor) se representaba en el teatro Nacional de Catalunya. Ninguna mención en el programa de mano que la citada obra fue I Premio Josep María de Segarra en el año 1963, dando a conocer a su autor Josep María Benet i Jornet. Vivir para blasfemar.

Atrás quedaba el concierto ensordecedor de bocinas y pitos de Queens Midtown, delante, una muchedumbre ordenada se iba acercando, calmadamente, hacía la 6 Feria Multilingüe del Libro de Nueva York que se celebraba, anualmente en el Queens Museum of Art, una feria multicultural donde se mezclan y hablan más de 130 idiomas. Interesante el punto de encuentro de escritores sin nombre, semejante a los primeros años del Festival de Sundance.

Antes de desandar los pasos que me llevaron  a la 34 Street, el dulce hogar de Satchmo, contemplando y admirando la variada y cosmopolita decoración de la casa del viejo Pops, recopilé unas notas que servirían para ensuciar folios en blanco: “Gracias por regalarnos tanto, Ambassador Satch”.

Se acercaba la hora del adiós, el tiempo ajustado para acercarme a la librería Barco de Papel en la Street 80 de Jackson Heights, bajo el mostrador me esperaba un nuevo obsequio “Diario de invierno” de Paul Auster, donde, desde este lado de East River su presencia se hacía patente y, donde únicamente nos separaría, segundo a segundo, el vuelo Delta alejándose desde el aeropuerto JFK.

Cerró los ojos, lamentando no poder llegar a tiempo al homenaje institucional y popular a Josep María de Segarra en el Palau de la Música Catalana, mancillado y deshonrado, el Palau, por un tal Millet con nombre de gato y como el gato Félix, audaz en sus trapichuelas o trampichuelas.
                                                                          

lunes, 26 de diciembre de 2011

STOP MOTION

Hilvano tu rostro,
en la pizarra desnuda de la playa
incansable oleaje de voces
humedecen nuestros labios
secos de amor.

La tarde encendida,
destella tu mirada
refulgiendo el encuentro
bajo el manto del mar.

Mis manos,
retienen el libro de ayer
desnuda en la biblioteca,
stop motion
la escritura táctil de mis dedos.

miércoles, 28 de septiembre de 2011

ESCRIBIR.

Qué haces…

Su mano bajaba por la cordillera de su cuerpo
paseaba sin prisa por los cerros de sus pechos
aureolas volcánicas sin humo
más allá del valle humedecido
amparado en su refugio.

Qué haces…..

Ya va siendo hora que levantes el culo de la silla
estas letras que escribes
no te llevarán a ningún lugar,
despierta.

Qué haces…..

Sobre los cerros del valle,
pasada la tormenta,
contemplaba la vergüenza del río
desbordado el cauce
el agua, grisácea y triste como el día,
arrastraba la mesa y aquella
silla donde escribía
sus quehaceres.

Qué haces...


Escribir.



martes, 2 de agosto de 2011

DE REPENTE, EL PASADO VERANO

Al bajar del trasbordador, el pequeño y rápido ferry en recorrido de ida con tranquila visita a la Estatua de Libertad y Ellis Island, te llegan frescas imágenes y voces que se te incrustan dentro de ti desde la galería superior de Great Registry, donde se atendía, acumulaban y se desentendía a la tropa de inmigrantes, una experiencia conmovedora que quizás necesite de un nuevo post, dudé entre el subterráneo metro con parada en Battery Park o seguir el verde aspecto del propio parque de Battery, comedor al aire libre de los oficinistas del cercano Wall  Street.
El hambriento gusano que mordisqueaba mi estomago ganó la partida.

Dejé a mi espalda la batería de cañones y el Castillo Clinton en busca de Broadway Avenue.

Entre viejas callejuelas, sobresalían casas históricas, como la Fraunces Tavern, que debe su nombre a Samuel Fraunces, un emigrante negro que compró el edificio de ladrillo transformándolo en taberna y que hoy día presume de ser un elegante restaurante del distrito financiero. George Washington dio una cena de despedida en esta taberna, tras su victoria sobre los británicos allá por 1783.
Todos estos monólogos y otros, acompañaban mis pasos, mi cansancio y mi hambre hasta que me refugié en un Rivercafé con vistas al toro de bronce esculpido por Arturo Di Modica, símbolo, dicen, del progreso de la Bolsa de Wall Street.
He de confesar que, este toro, ese símbolo, me recordó a las esculturas del colombiano Botero.

Descansando, más que acomodado en Rivercafé, seguí removiendo el café servido o, algo parecido a un café. La cucharilla de plástico removía ese abismo en negro agujero, atrayéndome pensamientos alejados de la ciudad de los rascacielos.
Así es, estando mi cuerpo presente en Broad Street, distrito financiero, mi mente se fugó, navegó, hasta la Costa Brava, concretamente a la localidad de Begur, municipio gironí del Bajo Ampurdán.
La culpa de esta fuga la tuvo Tennessee Willians o, lo que es lo mismo, la culpa de mi abstracción la tuvo la película “De repente el pasado verano” y, en concreto las actrices Elizabeth Taylor y Katherine Hepburn, ambas, geniales, siempre. Quedándose en las mieles de recibir el Oscar (ambas candidatas) en ese año 1959 donde una arrasadora Ben-Hur se llevó once estatuillas y la peculiar actriz francesa, Simona Signoret, se hizo con la estatuilla del tío Oscar por su interpretación en el personaje de Alice en la peli “Un lugar en la cumbre”. 

Volviendo a mi ensimismamiento, acomodado en la silla con respaldo a la pared, bajo el verde toldo del café en Broad Street, frente a mis ojos, al lado del semáforo en rojo a la espera del parpadeo en verde, vestida con un atractivo yukata veraniego, parapetada su mirada por una gafas negras, resplandeció de nuevo ella, Shang Yue, de repente, como el pasado verano en la Toscana italiana.

Ella, Shang Yue, su posterior conversación, es lo que hizo trasladar mi mente a la localidad gironina de Begur, rememorando el titulo, mal traducido en su tiempo, de Joseph L. Mankiewicz “De repente el último verano”.

Me imaginé a mi mismo perseguido, placidamente, por Shang Yue, a diferencia de la persecución que sufre uno de los protagonistas de la peli “De repente el pasado verano” Sebastián, por la calle de Sant Ramon, por un grupo de muchachos hasta matarle y devorarle muy cerca del castillo de la localidad de Begur, que  se ascendía por la empinada calle Vera, donde una angustiada Elizabeth Taylor, sentada en la puerta de una vivienda, observaba impotente la muerte de Sebastián, el hijo de Katherine Hepburn, la madre con síndrome de Electra.

Veía como la sombra de Shang Yue ascendía por mi pecho hasta posarse, estéticamente, a la altura de mi boca, como buscando el beso de un encuentro inesperado.

Dejé flotando en la imaginación los acontecimientos rodados en la localidad de Begur, hasta que por sí mismos se volatizaran, haciendo presencia en esa nube volátil nuestro último encuentro, casual, del pasado verano en la ciudad de Florencia.

Deslizó sus gafas negras hasta media nariz, deslumbrándome los negros faros de sus ojos. Desacomodé mi trasero de la silla, antes de dedicarle palabras de sorpresa, ceñí mis manos en su cintura, la fina tela de algodón de su yukata, afirmó su belleza interior. Esa desnudez de su cuerpo, bajo la tela del cómodo kimono, que mis dedos manoseaban provocadoramente, quedó dibujada al cerrar mis ojos besando su boquita, una boquita lineal de finos y dulces labios.
Antes de separar mis manos de su cintura, volví a oír, como un susurro, su voz. Una voz que retumbaba con deseo en pleno Broad Street, como el encendido deseo aquella noche refugiados en la habitación del hotel Chelsea, donde su luminiscente susurro quedó grabado como luces de neón sobre la cabecera de la cama: “Que no he conocido a nadie que me bese como tú, que no hay otro hombre en mi vida que de mi se beneficie”.
Al oír ese murmullo como suave aliento en mi oído, alcé la sabana que cubría nuestros desnudos cuerpos para que, entre su cuerpo y el mío, no se evaporara esa frase. No me importó compartir el trío amorosa hasta el amanecer; ella, yo y su lujuriosa declaración.

¡¡Shang Yue¡¡ ¡¡Qué alegría y casual encuentro en esta gran ciudad de inacabadas manzanas¡¡
Los dos sonreímos, dudábamos que fuera una casualidad, pero quisimos que así fuera, pensar que el azar nos volvió a aunar.

En realidad la casualidad se reafirmó tras la visita al Palacio de los Uffizi en Florencia. Nuestras miradas coincidieron en las diferentes salas del museo, llamándome la atención la cautivadora exquisitez de su kimono remarcando las sinuosas líneas de su cuerpo.
Fue a la salida del Palacio cuando nuestras miradas se tradujeron en voz. Después de un sin parar por los diferentes pasillo y grandiosas salas de los Uffizi, la pizzería a la izquierda del Palacio fue el pretexto perfecto, por el cansancio, en que no me negaría la invitación al reposo de sus delicados pies enfundados en unos, bien diseñados, tradicionales getas. Al dejarse caer sobre la silla de lona de la pizzería, sus manos rebuscaron en su bolsa, liberando sus pies de ese tradicional calzado, cubriendo sus diminutos y blancos deditos, por unas cómodas sandalias waraji.
Shang Yue, era sabedora de mi existencia laboral en la ciudad de Nueva York. No se como dio su sombra con mi sombra, pero conociendo a Shang, las preguntas no tenían respuestas. Dio conmigo, de repente, como si se tratara del pasado verano, un hermoso hallazgo en mi camino vacacional allá en la ciudad de Florencia como el verano anterior, por vez primera, cuando nuestras miradas se encontraron en Praga, concretamente en Malà Strana, en la callejuela del Oro, en la casita buhardilla donde Kafka trascribía sus dietarios al abrigo de un brasero, contemplando la corriente del río Moldava con vistas al Foso de los Ciervos.

-Y, dime, Shang, que te trae o te llevas por la ciudad de Nueva York.-Le susurro.
-Tú. Lo sabes; me atraes como el primer segundo desde que descubrí tu mirada y ese roce buscado de tus mansos en tacto de mi piel bajo la tela fina de algodón que cubría mi níveo cuerpo.

Siguió hablándome sin sentarse. También sabes que voy de aquí para allá, de galería en galería, de subasta en subasta y que mejor ciudad para estar al día o que te lleven al día que esta disloca y vorágine Nueva York.

Como digo, ella sabía más de mi sombra, de mi persona, que yo de su vida, sus pasos, su trabajo. Sabía localizarme en cualquier ciudad. Únicamente, muy de tarde en tarde y sin fechas concretas, recibía cuatro frases y dos líneas a través de email.

De nuevo dejó su susurro apoyado en mi hombro, como un beso interminable: Te espero a las 21h. Deseo celebrar el encuentro siguiendo la despedida de aquella encendida noche refugiados en el hotel.
El rojo de sus labios quedó flotando en mis labios. Con la suavidad en aleteo de una mariposa, giró su cuerpo, dejando a mis ojos el paso lento y seguro de su seductora silueta. Al cruzar el semáforo en verde, su figura iba desapareciendo, hasta perderse por Nassau Street  refugiándose en Chase Manhattan Plaza.

Su aparición y desaparición me había dejado algo desorientado, desconcertado. Miré el reloj, las 16h. Necesitaba que el aire me abofeteara la cara. Dejé la desasosegada zona de Wall Street, tomada por polis y escoltas. Una reunió de la ONU, Septiembre del 2011, había provocado la tomada de sus calles adyacentes así como los principales edificios de Wall Street, Federal Hall, donde un estático George Washington observaba las columnas de la fachada abandera en barras y estrellas de la Bolsa neoyorquina.
Rodeé por Trinity Place, adentrándome en la iglesia museo Trinity Church. Como digo, una iglesia ejemplar, donde se exhiben periódicos, documentos de todo tipo, mapas, objetos increíbles, registros funerarios y restos de neoyorquinos eminentes, como Robert Fulton, inventor del barco a vapor.

Me llegué hasta Word Trade Center, cruzando Park Row hasta alcanzar la entrada de Brooklyn Briges. La tarde sobre el puente de Brooklyn, andado y desandado hasta desembocar en Pier 17, creo que lo mejor será narrarlo en el siguiente trayecto escrito.

Las horas fugaces cazaban los minutos del reloj. Me esperaba un largo recorrido desde el Distrito Financiero, desde Pier 17, hasta el propio barrio de Chelsea, donde, puntualmente, me esperaba Shang Yue, en esa habitación 484, piso 48 en la 23 Street entre la 7ª y la 8ª Avenida donde se alzaba el hotel Chelsea, inconfundible a cualquier hora del día y la noche por su inimitables balcones ornamentados de hiero decorado.
Regresé a Battery Park, la estación de metro, con el mismo nombre, me llevaría hasta Penn Station. Los últimos compradores de Macy’s se confundían con los seguidores de los New York Knicks en el cercano Madison Garden.

Descendiendo por la 7ª Avenida, el breve trayecto hasta la 23 Street, diez travesías, mi azotea seguía alimentando de cómo la hermosa y sensual Shang Yue, topó con mi sombra. Al llegar a la ornamentación de hierro forzado del hotel, dejé que la respiración del vapor, procedente de la cercana alcantarilla, evaporara mis pensamientos en su misma fuga.

Habitación 484, la misma que ocupaba Tennessee Willians cuando le reclamaba la ciudad de Nueva York en cada estreno de sus obras en teatros de Broadway.

Al golpear la puerta de la habitación, ésta, se entreabrió como esperando la llegada. Al tiempo que se abría la lamina de la puerta, se extendía, a mis pies, un haz de luz que llegaba, iluminando al mismo tiempo, la naciente figura de un cuerpo femenino entre luces y sombras.
Su blancura, la semidesnudez en nácar de su cuerpo, como sol naciente en la oscuridad, como este de sus pies al oeste de su melena, presumía una noche de encanto, como aquella encantadora y recordaba primera noche, ella, Shang Yue, seductora, apasionada, esperaba acomodada, semiestirada en la cama, como esa gata en celo sobre el tejado de zinc, mi amante Shang Yue, como mi particular y sensual Maggie (Elizabet Taylor).

Taconeé la puerta, el clic anunciador del portazo en cierre, coincidió con la agonía del haz de luz. Sobre la cama, reflectía la luminosidad de sus ojos y el resplandor voluptuoso de su sexo rasurado, belfos labios por degustar. Toda ella, su cuerpo, se movía de derecha a izquierda, como llevada en travelling por unas invisibles manos, sensual, seductora su boca entreabierta, como su sexo, pintada alfombra roja el velero de su boca. Mi beso en su entreabierta boca, apagó la estancia declinando sus parpados el anochecer de ese beso infinito saboreando la carne de sus labios almendrados.
Su boca, más que alimentar de besos mis labios, yantaba, sensualmente, mi lengua; mordisqueaba mi carne, su lengua flagelaba el cielo de mi boca mientras sus manos apresaban mi cara iluminada de sus besos.
Resbalaba su lengua por mi cuello, lengüeteando mis tetillas, ese seguimiento de placer indicó la desnudez de mi pecho sin advertir ese momento en que liberó mi camisa. Sin abrir los ojos, no quise preguntarme si fue el travelling de unas invisibles manos o sus mismas manos las que desnudaron mi cuerpo, veía su desnudez.
Sentí su lengua en mi ombligo, sus dedos por debajo de mis testículos, endureciendo la forma, el grosor de mi estoque palpitando en golpecitos ardorosos sobre la proa abierta de su boca, ahogando el asta completa en el tragaluz de su boca, mientras el cuenco de su mano jugaba con mis huevos.
Su lengua, en la concavidad de su boca, desbocaba mi pene en pleno laberinto lujurioso como tormenta de verano.
Ese primer polvo, salvaje, sin frenos ni pastillas ni gomas refrenando el encuentro, desbordó, sobre la eslora de su desnudo cuerpo, el goteo almendrado de mi semen, dejando esa luminosidad de nácar placentera bajo sus senos al abrigo de su ombligo, donde, en esa mitad inferior, su sexo convulsivo en repetidos orgasmos, reflectía sus jugos con mi semen en el palpito descubierto y sonrosado de sus abiertos labios.

Filtrándose entre las escobillas del ventanal, una tenue luz enfocaba la dulce languidez de su vulva, sus labios, como si le revolvieran el cuerpo hasta el fondo de su entraña.

Tras el riego eyaculado en su clareado campo abierto, hendido y deliciosamente tonsurado, aliviados y sosegados orgasmos que transmitía su abdomen, imité su figura sobre la cama, tendido boca arriba, deslicé mi mano en su vulva, cruzando por encima de su mano que descansaba en mi vientre acariciando mis testículos.

Shang Yue cerró los ojos. Su voz dejó en el aire la pregunta: en que piensas. Pienso en el dibujo que recrean tus ojos, imaginándome, bajo la pantalla cinemascope de tus ojos, el dibujo que tu misma recreas.-le dije.
Shang Yue, sonrió. Callamos. Sentíamos nuestra respiración. Después de las palabras y el silencio compartiendo nuestro amor, ella ladeó su cuerpo, apoyando su mano izquierda sobre su nuca. Su fragancia, olor a sexo que envolvía la estancia, me llegaba como ese olor animal de la hembra avisando al olfato de su macho para poseerla de nuevo.
Su respiración agitó, estremeció, el vello de mi pecho despertando mis tetillas.
Shang Yue tendió su mano, plana, desde mi seno izquierdo hasta la separación de mis piernas. Sus dedos jugaban con mis huevos, sobre la palma de su mano descansaba, flácido, durmiente, mi pene.
Le gustaba recoger en su mano ese trozo de carne que minutos antes embistió sus entrañas. Le gustaba acariciar con sus dedos esa carne distendida, laxa; le gustaba ver como crecía en su mano, como iba engordando su diámetro, como se endurecía y como el capitel de su glande reverdecía abriendo su boquita de pez.

La hora boreal tenía su hora puesta, la luz de neón filtrada por el ventanal indicaba nuestro tiempo.
La noche seguía a nuestro alcance, el día no despertaba pero mi polla palmeaba el espacio cacheando la entrepierna de mi amada.

Asido a sus cachetes, deslicé el cuerpo de Shang Yue hasta el borde de la cama, descansando sus nalgas en el límite del catre. Mi amante seguía con los ojos cerrados, sin voz, dejándose hacer, ella sospechaba del final donde cualquier palabra sobraba en ese final.
Coloqué mis rodillas sobre el camastro, afiancé mis manos en sus caderas, abriendo sus piernas sobre mis muslos, encajando su herida en mi taco de billar, golpeando con mis bolas su parte vaginal.


Antes de penetrarla, de embestirla, paseé mi verga por la costura de sus labios, repasando, como pluma de escritura, su raja de abajo arriba y viceversa. No quería oír su voz, pero sí deseaba sentir sus gemidos y compartir el sollozo pasional de nuestras voces. Noté como mi glande, endurecido, se mojó de su manantial, era la señal sensual de adentrar mi falo en ese manantial frondoso de sus labios. Asido a sus caderas, arrodillado a mi joya, asido a sus ancas, embestí hasta la conjunción en chasquido de su carne con mi carne, sus piernas, abiertas, dejaron de golpear mi culo. A cada embestida sus piernas mariposeaban en el espacio al encuentro de un tercer orgasmo.
Su cabeza malabareaba sobre la cama, su melena azabache se enredaba en su cara, mi pene seguía adentrándose en acometidas más seguidas hasta hacer saltar la alarma de ese botón de su clítoris provocando el gemido en grito que ahogó en mi pecho. Sus piernas descansaron al llegar ese orgasmo, sus manos pellizcaron mis nalgas, mi pecho, mis tetillas. Un ardiente riachuelo, desbordado, brotaba de su manantial confundiéndose con sus jugos.
Lentamente, retiré mi pene de su sexo, muy lentamente, como a ella, a Shang Yue, le gustaba decir: retirala lentamente, quiero sentir su adiós como ese beso final que siempre dejas fijado en mi boca.
Mi polla, fuera de su coño, embadurnada de su fuente, mantenía la gordura bajando la dureza de su fuelle.
Shang Yue depositó su boca en mi pene, lamiendo las brillantes estalactitas de mi glande, encapuchando la estilográfica que momentos antes caligrafió sus orgasmos.
Al otro lado de la ventana dormía la fluorescencia de neón, indicando el retiro de la noche. A mi espalda, el haz de luz del baño entre mis piernas, advertía la puesta a punto de Shang Yue, al apagarse la luz, la belleza de Shang Yue radiaba bajo un colorido qipao.
Frente a frente, el cristal del ventanal ilustraba las siluetas de nuestros cuerpos en la unión de nuestras bocas. La palma de mi mano acarició su culito, la fina tela, con apertura lateral, ayudada por el movimiento abierto de su pierna, encerrando mi mano en su entrepierna, conformando su sí en la libertad de su sexo sin braguita.
Shang Yue, en ese momento, frenó la verticalidad de mi pene acomodándose en su ingle.
La separación de mi dedo en su vulva coincidió con la separación de nuestros labios bucales como clic final a nuestro amoroso encuentro de amantes en esa habitación 484 del hotel Chelsea.

Atrás quedaban las muestras de arte del propio hotel Chelsea, las placas en la fachada de sus distinguidos clientes, donde era fácil visualizar el verdadero nombre de mi amante.

Shang Yue quiso dejar su adiós sin el roce de su cuerpo en mi cuerpo. Despojada de su qipao, como pañuelo blandiendo en la cubierta de un barco al zarpar, ondeaba su colorido mientras me alejaba por la Street 23 atravesando Avenue Broadway hacía Gramercy Park. La fina silueta en estocada del escultural  Flatiron Building, quedaba anulada por la belleza desnuda de Shang Yue en la desierta avenida, donde el velo de la noche cubría su amanecer.

Al llegar al 16 de Gramercy Park, refugiado en el Players Club, ojeando el New York Post, decidí, de repente, que el próximo verano se lo pondría más difícil a Shang Yue, mi destino, lo elegí en esa penúltima página del diario neoyorquino, próximo destino: Isla de Jengibre.

No se porque, un agudo pinchazo me alertó que unos dedos femeninos anotaban, en ese libro de horas, ese destino pensado.

lunes, 11 de abril de 2011

EL RECUERDO DE AYER

Ella, sin voz, dejó escrito:
sabrás encontrarme.
En su silencio, oyó su propia voz:
no tardes en encontrarme.
Un fulgor, en  filamento, se filtraba a través del tragaluz en el altillo.
Sus dedos, seguían, lentamente, la caligrafía que la luz dejaba
sobre el desnudo cuerpo
sedoso, terso, pulido, sonriente.
Alas de mariposas revoloteaban despertando recuerdos.
La valva de su seno fosforecía en nácar
abriendo su corola la perlada blancura.
Lazadas sus manos
sobre el mapa desnudo de su piel
imbricadas nuestras bocas,
una lengua de anhelo
humedecía el naciente vergel de su pubis.
El encuentro de unos labios
navegando en su estría de mar
selló el encuentro callado
caligrafiando el ayer.

domingo, 20 de marzo de 2011

CUATROCIENTAS SESENTA Y CUATRO

Una pareja que caló hondo en el sentir norteamericano y más allende los mares, los llamados Robin Hood de principio del siglo pasado, los nuevos Romeo y Julieta de los años veinte, los años de la Gran Depresión, Bonnie Elizabeth Parker y Clyde Champion Barriow, Bonnie and Clyde.
Fallecieron muy jóvenes, a los 24 y 25 años respectivamente. Se dice, y la historia escrita y quienes les conocieron, que Bonnie, en su vida empuñó un arma o, cuanto menos, en sus 24 años vividos y bien disfrutados, jamás disparó un tiro.
Testigo de esta confesión es el propio integrante de la banda William Daniel Jones, coincidente con las declaraciones de otros estudiosos e incluso la hermana pequeña de Clyde, Marie Barriow, así lo manifestó en un reportaje aparecido en la prestigiosa revista Play Boy.

Retuvo en su mente la nueva cita a la revista del conejo con corbata. Miró el reloj, la iluminada esfera le devolvió una hora avanzada en la noche, 00h 54. Sobre el estante de la habitación, dejó esa historia entretenida sobre Bonnie and Clyde.
Sin encender la luz, apagaba en su mente, lentamente, como el crepúsculo del sol abandonando su día, la portada del primer número de la revista de entretenimiento, sin el conejo con corbata en su primer número.

De manera súbita, como si su espalda hubiera sido alzada por un resorte, despertó en medio de la madrugada. Miró de nuevo el reloj, las 4h48, una gota de sudor, de angustia, se liberó de su frente precipitándose sobre el cristal del reloj nublando las manecillas de la esfera. Llevó sus manos a la cara; su rostro, como recién salido del agua, almacenaba la exudación de sus poros.
Palpó su pecho, de cintura para arriba, desnudo sobre la cama, la serosidad era un hecho palpable en sus manos. Abandonó la cama mojada de su cuerpo, se dirigió al ventanal, en ese ángulo oscuro de su habitación donde oteaba, sin ser visto, el movimiento de la urbe en sus horas de ocio, detrás de él quedaba la  huella de sus pies descubierta por el reflector del neón intermitente que anunciaba la bolera y el hotel frente a su habitación.

Pasado unos minutos, desnudo en el calor de la noche, su silueta en el trasluz, lanzaba su sombra alargada más allá de la estrecha calle, disimulada por el ir y venir de las aspas del viejo molino multicolor, la sala de varietés donde más de una tarde pergeñaba  sus guiones para esas revistas eróticas que le mantenían vivo en el día, a la espera de la llegada del salto mortal en la finalización de su novela, la que, años después, ganaría el premio Satélite  de la editorial del mismo nombre.
Segundo a segundo, llegó a su memoria el despertar brusco en pesadilla con sudor, es decir, con la ayuda de esa luz entre violeta burdeos que se infiltraba por el alféizar del gran ventanal, como despertar del alba, a la inversa del crepúsculo solar que apagó la tarde de ayer, iba descorriendo y descubriendo la culpable de su sobresalto en la madrugada.
La culpable de su ensueño, quedó desvelada, desnuda, como él mismo se encontraba delante del  ventanal, enfrentándose a su desnudez reflejada en el cristal.
Frente a sus ojos, se erguía el hotel, la calle silenciosa parpadeante de luz en la madrugada, hacía de frontera divisoria entre su vivienda y la habitación número 147 del hotel. El flas intermitente de neón, iluminaba su rostro a modo de  intermitencias cual faro oteador, recordando aquella tarde, noche y madrugada del último día del año.
Declinó la vista a la derecha del hotel, mirando en dirección a la montaña, más a la izquierda, la entrada del cinema y la bolera, mantenía la misma fisonomía y nombre, no así las diversas funciones de la propia sala Novedades.
Desaparecido la bolera, las bolas de remate, como arrastrando su agonía, habían acabado con la sala de proyección, donde escondían sus horas antes de retirarse a la habitación 147 del hotel, cuando Ella visitaba Barcelona.
Esto ocurría unas cuatro, máximo seis veces al año. Aquella tarde, último día del año, descartaron refugiarse en la sala Novedades, más que la sala, descartaron la película en cartel “La Menor” de Pedro Masó, un drama donde una millonaria huyendo de su país e instalarse en Madrid, sería acusada de asesinato. La trama era interesante, pero los actores, excepto la presencia de Teresa Gimpera, su mirada y sus largas piernas eran sobrados motivos para calentar el ambiente de la fría tarde de ese 31 de Diciembre de 1976.

Ella le respondió que sí, -donde tú desees amor- le contestó Ella a la pregunta de acercarse al cine Aquitania, entonces llamado de arte y ensaño, por, en la mayoría de los casos, el subtitulo de las películas que a bien tenían proyectar. Entonces, en esos años de mediados los setenta, digamos, vestía mucho las visitas a los cines de arte y ensaño.
Sentía una debilidad por la actriz, una de sus fetiches, le decía Él a Ella susurrando su nombre.
En esa película que visionaron con subtítulos, Charlotte Rampling, estaba soberbia, provocativa, entregada, erótica, sensual, atrevida, lujuriosa y un sinfín más de adjetivos que provocaban en su interior un río de sensibilidades orgásmicas. Unas emociones que desenfrenaría, con la complicidad de su amante, en esa habitación 147 del hotel frente al cual, en esta madrugada, le devolvía la imagen de aquel 31 de Diciembre de 1976 en la sala Aquitania, en aquel instante en que Dirk Bogarde, sentado en aquel sillón de piel negra, observa como su amante, Charlotte Rampling, va despojándose de sus ropas de una manera lenta y sensual, provocando en esos instantes de fotogramas en “Portero de noche” que más de uno de los espectadores, dejáramos de leer los subtítulos y centrarnos, centrarme, en esa mirada, en esos ojos de encendida belleza. Ella, la protagonista de la película, Charlotte Rampling, más adelante, de esa acción, recoge los dedos de Dirk, índice y corazón, y se los mete en la boca tan lentamente como lentamente salen y vuelven a entrar en su boca mojados de placer. 
En un momento de la película, ella, Charlotte, se encuentra en un teatro presenciando un concierto dirigido por su esposo, cuando descubre una fila detrás de ella, a su amor de ayer, a Dirk Bogarde en este nuevo tiempo de sus nuevas vidas, él, a la sazón “Portero de noche” del propio hotel de alojamiento de Charlotte.

Ese día, 31 de Diciembre de 1976, en esa sala Aquitania, una fila detrás de donde se encontraba Él con su amante de ayer viendo “Portero de noche”, exactamente en la butaca número 8, la misma butaca que ocupaba Dirk Bogarde presenciando el concierto dirigido por el esposo de Charlotte Rampling, sintió como una mirada procedente de esa fila marcada con el número 8, no dejaba de observarle.
Al encenderse las luces de la sala, ella, la propietaria de esa mirada en la butaca 8, había desaparecido, como desapareció Dirk Bogarde el día del concierto donde volvió a encontrarse y descubierto por su amante de ayer, una Charlotte Rampling que estaba más pendiente de esa mirada detrás de ella que del concierto, como yo estaba pendiente, cinematográficamente viendo, de su respiración, ese subir y bajar de su pecho, esa respiración anhelante donde parecía que sus moldeados y exquisitos pechos, iban a liberarse de un momento a otro.
Antecediendo a su amante, se acercó a la butaca número 8, recogiendo un papel a modo de tarjeta que introdujo, rápidamente con disimulada y maestría audacia, en su bolsillo izquierdo de la chaqueta.

Pronto iban a dar las doce, con esos doce gongs se daría paso al Nuevo año. En el hotel les esperaba la cena de despedida del viejo año y la despedida de su amante, que saldría de la ciudad Condal el primer día del año hacia su ciudad natal, Sturmer, la misma localidad de nacimiento de  Charlotte Rampling, principal causa en seleccionar la película “Portero de noche” lo que les daría hilo esperando la cena y contar otras anécdotas en la persona de una de sus actrices fetiches.

El comedor del hotel reinaba un jolgorio ambulante, las voces de los comensales se confundían con el restallar de las cucharas sobre el plato sopera a la caza del galet flotante en la sopa.
Su mesa, para dos, quedaba algo retirada del bullicio, en ese ángulo recto entrando en el comedor a mano derecha, junto al ventanal que vomitaba su luz sobre el asfalto de la calle Caspe.
Hicieron un alto en sus miradas, afirmando la respuesta de las mismas. No les fue difícil presentar una excusa al maitre y retirarse a la habitación 147 antes de que dieran las doce uvas o doce campanadas en conexión directa con la Puerta del Sol en el Km. 0 de la capital española.

A la vuelta del cine, la idea, como un relámpago, a propuesta de Él, paseo por la azotea de Ella, de su amante, sin cogerla al vuela, sino instalándose en su cabecita, la dejó ahí, pululando en su mente por si la helada noche enfriaba la propuesta. Al cruzar el Paseo de Gracia hacía la calle Caspe, Ella, enlazadas sus manos en el brazo de Él, le dijo que estupendo, que deseaba realizar esa idea. En un principio, no entendió esa respuesta, durante unos segundos, los segundos que tardó el semáforo en cambiar de color, la miró a los ojos, sonreían, Él no esperó la explicación, pues esa sonrisa delató la idea que, a viva voz, le propuso a su amante.
Ella marcharía a su país al mediodía del primer día del Nuevo año. Poco antes que dieran las doce del viejo año, no esperarían al ritual de las doce uvas para pedir las nuevas buenas para el Año Nuevo. Una vez interpretaba la sonrisa y sus miradas, deseaban despedir el viejo año y recibir el nuevo año dentro de Ella y Ella sentir como Él se hundía en Ella.

Hicieron el amor esa noche, cuatro minutos antes del primer gong campanero, después de preliminares y sensuales juegos amorosos, el pene de Él se introducía en el sexo de su amante embistiendo compasadamente el imaginable tantán en replique de campana más allá de las doce, excitados, el chup chup de sus sexos delataba el brindis sin bullicio en recepción del Año Nuevo. Su amante, encima de Él, galopaba como amazona furiosa viendo como se acercaba a la meta. Las manos de Él, asidas a la cintura de Ella, ayudaban a seguir el trote en desenfreno orgásmico y lujurioso notando como la verga de su amante espumaba, como descorchada botella de cava, la celebración del nuevo año dentro de Ella.

No fue el sonoro ruido que provoca el descorche de una botella de cava quien despertó su ensueño, ni el recuerdo de aquella última noche del año 76 con el nacimiento del Nuevo Año 77 que provocó su despertar bañado en sudor, sino la presencia de ella, la propietaria de la butaca número 8 del cine Aquitania.

Desnudo, frente al hotel protagonista aquella noche de amor en un acto ininterrumpido de un año a otro, recordó aquella noche sin dormir, pero la imagen que reflejaba el espejo no era la suya, sino la de una mujer.
La noche y la tenue luz de neón, desfiguraba su rostro, devolviendo el espejo la cara joven y sonriente tarareando “Tomorrow is a long time” y ella, la mujer número ocho asida al brazo de él siguiendo el ritmo de “Mañana es mucho tiempo”.
Aquella tarde enlazaron otra tardes, otros días queriéndose parecer a Suze Rotolo enfilando la Rambla barcelonesa, enlazando con sus brazos a su amor Bob Dylan, inconformistas del tiempo presente. Soñaban. Emulaban.

A medida que sus pupilas se acoplaban a la luz de neón, la imagen de la mujer, nítida, tenía nombre y número. El número, elemental, era el 8 y el nombre de la mujer, me perdonaran los lectores, lo designaremos con la inicial  T  de te deseo.
Han pasado los años, muchos, pero sigo queriéndola allí donde esté.

La luz de la noche iba muriendo, despertando un nuevo amanecer. Más tranquilo, deshojando y descifrando esa angustia que sobresaltó su sueño, sin necesidad de mirar hacia atrás, observaba el cuadro tras él,  esa cama de dos metros reflejada en el  cristal del ventanal, donde descansaba su amante, desnuda, ovillada entre guiñapo descompuesto de la sábana.
Miró el reloj, marcando sus manecillas las 6 de la madrugada, a esa misma hora, doce horas antes, observó desde el mirador que difuminaba su desnudez la ligereza de su amante cruzando el Paseo de Gracia, enfilar, lado montaña por la calle Caspe. Disimuladamente se entretuvo un par de minutos frente a la ruina centenaria de la emblemática tienda paisajista de Barcelona Gonzalo Comella, su fundador, si levantara la cabeza reñiría de mejor grado a su quinta generación. La placa centenaria conmemorando su larga vida, primero establecida en Nou de la Rambla, más tarde en Cardenal Casañas y ahora, esa tienda que formaba parte del mobiliario modernista urbano de Barcelona, vendida al mejor postor,  dejando de ser escaparate de la propia ciudad y coqueteo escaparate de su amante. Después de un gesto contrariado, desilusionada, admiró su silueta delante de los espejos de Felgar, observando a través del espejo el reflejo a su espalda de su amor, observándose al mismo tiempo uno al otro, sonriendo, Él, desde su atalaya dos pisos por encima del teatro Tivoli a su izquierda, Ella, pizpireta delante del espejo de la tienda no menos emblemática de la zona.

Vestía una hermosa falda roja, por encima de las rodillas, con vuelo, adherida a las caderas, como si dejara mis manos en su cintura bailando al son de “Baila conmigo hasta el fin del amor” en la voz de Leonard Cohen, esa falda marcaba sus formas, como las olas marcan el contorno de la playa en la hora del sol de poniente. Su mano derecha, pintadas sus uñas a juego con el color de la falda, componía y atildaba su melena leonina de color del azabache, esa melena que envolvía mi excitación cuando ella, como amazona desenvuelta, trotaba por la travesía de mi cuerpo hasta el fin del amor.
                                                                                     
Desnúdame.- susurró su voz más femenina y sensual que ayer.
La desnudé sin prisas, recorriendo mis dedos la fina tela de su vestido. Deseaba sentir el tacto adherido a su piel, sentir, por encima y por debajo el roce de su tela y la percepción de su piel. La pequeña cremallera de su vestido, abierta, deslizó la prenda a sus pies, dejando el cardigan ceñido y escotado marcando su talle y sus perlas nacaradas blancas bajo un sujetador en discreta y atrevida picardía.
Mi boca, pegada a su boca; mi lengua repasando el arco de sus labios; mis brazos asidos a su cintura liviando su cuerpo un paso hacía atrás fuera del circulo del vestido rojo que enmarcaba nuestro abrazo.
Dejando que sus hábiles maneras desprendieran mi pantalón, notando la caída del mismo al ruido de la hebilla sobre el parket, dejándome llevar un paso a la izquierda en horizontal, al tiempo que susurraba en mi oído, baila conmigo amor.
El cardigan dormía sobre mi jersey y nuestros pasos en música de amor, sin dejarnos de acariciar y jugar nuestras lenguas, había llegado a la frontera sin visado de la cama, una cama de dos metros bien conocida por Ella, mi amante.
Al llegar a la frontera de la cama, le entusiasmaba el juego placentero previo al acto sexual, sin prisas y, a veces, sin penetración falica en su vagina. Se deslizaba bajo la sábana, vestida únicamente con sus medias negras, el sujetador coqueto donde sus cerezos rosas señalaban erectos pezones bajo su transparencia y la respiración anhelante de sus pechos buscando la libertad. Por encima de sus medias negras una simpatica blonda ajustada de las ligas, coronando sus medias bien prestas a sus muslos, se asomaba una braguita, tipo tanga, dibujando la fina raya en separación de sus nalgas blanquecinas por un frío invierno, ese dibujo se extendía en su parte frontal en forma de triángulo, vistiendo un desnudo monte venusiano luminoso, claro, limpio, ralo; coincidiendo, no en el todo espeso, con el sexo masculino de su amante.
Primero las medias bajando por el tobogán de sus piernas, ligas y blonda; luego la liberación de su pechos, dejando a la luz de la tarde, esos faros encendidos de sus pezones, para lanzar al aire la diminuta prenda negra de su braguita.
El abrazo caliente de dos cuerpos, desnudos, desvistió la cama de la protectora sábana, susurrándonos palabras de un tiempo de silencio en nuestras vidas. Un silencio falto de amor. El paso de las palabras llevaron a nuestras manos y piernas al quiebro laberíntico de nuestros miembros, buscando cada escondite donde recreamos repetidas escenas.
La yema de mis dedos se mojaron de sus jugos, no importaba que el desagüe encharcara la sábana, no importaba que la olas sobre el rompeolas de nuestros cuerpos, bravas y audaces, rompieran en gritos de placer el silencio de la habitación. Solo importaba el encuentro, importaba el hecho que las palabras hubieran sigo, primero, las protagonistas del amor, luego la escena de este amor y siempre el gozo y deleite de su sexo avivado y prendido por mi sexo hasta el desbordamiento en ríos de lava.

Así es como repasaba el encuentro con su amante en la hora amanecida tras el cristal de su ventanal.  Recreando esas escenas, la naturalidad le llegó con una nueva erección. Se miró y miró hacia la calle sorprendiendo su sonrisa en el cristal.
La claridad de un nuevo día inundaba la estancia.

Notó el cuerpo desnudo de Ella sobre su espalda, Sus pechos, calientes, se esparcían en descanso en ambos laterales de su dorso y su bajo vientre se acopló cosquilleando el culo saliente y bien formado, como le gustaba decir a Ella, al tiempo que sus manos, en abrazo delantero, despertaban de nuevo el pene de su amor.

En que piensas.- susurró Ella besando su cuello.

En Jeannette.- respondió su amor.

¿Qué? En quien, ¿Jeannette? Oye chico guapo, que yo no soy Jeannette.

No no, digo que estaba pensando en Jeannette Herger y su amante Schnitzler

Me lo cuentas o me lo escribes.

Jeannette Herger y Schnitzler amantes vieneses (la historia puedo contártela otro día y quienes eran, también, pero ahora procede del porque pensaba en Jeannette)  que en el transcurso de 1888 a 1889, en la suma de un justo año, hicieron el amor 464 veces.

Él notó como las manos de Ella, asieron con destreza la cintura de Él, dejándose llevar.

¿Dónde me llevas?

Antes de que acabara de pronunciar la palabra llevas, su cuerpo desnudo besaba la placida cama revuelta en batalla amorosa de hace unas horas.

Ella se apresuró a vestir el cuerpo de su amante en mil nuevos besos en el nuevo día amanecido, susurrando, entre beso y beso y caricias de sus manos con la complicidad de sus pechos.

Ocho ¿te gusta el número? Bien, ocho es un número que queda explícitamente mencionado más arriba de este encuentro y ocho es, un número que rima con tu esplendoroso oasis de ausentes palmeras y fértil agua.

Tan solo nos quedan 456, cariño, y nueve meses por delante.