A pesar del temprano frío, se sentía cómodo con el azote en su rostro de una brisa que le llegaba de un mar que alcanzaba su vista.
El día, sábado, se intuía de aglomeración, tan odiadas por Él, el escribidor. La hora, de este mismo día, se presentaba como al escribidor le llenaba, una hora de visibilidad de horizontes lejanos, silenciosos. Una hora callada en la mañana despertada. Las manecillas del reloj marcaban las 7h38, cuando encaminó sus pasos hacía el bus. Un bus que les llevaría, por solidaridad acompañó a la voluntaria que debía presentarse y recoger acreditaciones sobre lesiones medulares y cerebrales adquiridas, a la Casa del Mar, donde él seguiría otro camino.
Al dejar a su espalda la Casa del Mar, el escribidor tenía por delante unas dos horas que, al igual que su lucha en inicio de emborronar el presente folio, ya tenía definido su deambular por esas calles de un barrio Chino Barcelonés que ya no lo era.
Desobedeció la respuesta escrita en el viento y optó por contradecir ese deambular encaminando sus pasos hacia el mar, ese mismo mar que abofeteó, con su brisa, su rostro en la temprana hora. En su cabeza se fraguaba el guión que plasmaría en el folio. Atravesó el Paseo de Montjuic para volver a cruzar, en zona prohibid, al Paseo Josep Carner. Fue, precisamente en este punto, seguramente por el acceso prohibición, cuando su memoria le asaltó tantos libros prohibidos o censurados de su amistad con el escritor desaparecido.
La falda de esta montaña, la proximidad de la cantera ya desaparecida, la vía estrecha de ese carrilet que transportaba mercancías más allá donde la ciudad pierde su nombre, donde vivió su infancia y vivió sus años hasta el fallecimiento de su amigo, en ese punto de vía estrecha, en ese mismo punto que cruzó la vía acompañado por un perro vagabundo,como el mismo escribidor, se acordó de ese titulo “El perro que nunca existió y el anciano padre que tampoco” chocando su sonrisa con el aire frío abrigado por un sol agradecido en la mañana.
Su próxima crónica la quería titular “Dos mujeres más una, sin tercer hombre “.
La falda de esta montaña, la proximidad de la cantera ya desaparecida, la vía estrecha de ese carrilet que transportaba mercancías más allá donde la ciudad pierde su nombre, donde vivió su infancia y vivió sus años hasta el fallecimiento de su amigo, en ese punto de vía estrecha, en ese mismo punto que cruzó la vía acompañado por un perro vagabundo,como el mismo escribidor, se acordó de ese titulo “El perro que nunca existió y el anciano padre que tampoco” chocando su sonrisa con el aire frío abrigado por un sol agradecido en la mañana.
Su próxima crónica la quería titular “Dos mujeres más una, sin tercer hombre “.
Querida lectora/lector, no voy a escribir sobre la excelente interpretación de Sofía Loren en esa película de los primeros sesenta “Dos Mujeres” adaptación de la novela de Alberto Moravia “La Campesina” sobre la huída de dos mujeres, madre e hija, huyendo de la ciudad romana, enamorándose de un partisano, Jean Paul Belmondo, violadas y ultrajadas por los soldados de la barbarie. Esta película la visualicé a mediados de los sesenta, por aquel entonces se me escapaban detalles, detalles como la violación, la desesperación de dos mujeres y aplaudía, en esos cines de barrio, la llegada de los partisanos, que entonces no sabía quienes eran ni tan siquiera que era la resistencia. Luego, no muchos años más tarde, leí a Moravia y visualicé otras películas, teniendo a Jean Gabin y Jean Renoir como fiables guías partisanos de la resistencia contra la ocupación nazi.
Enfiló la mirada hacía la Rambla, donde, rambla arriba llegaban sus flores y, más cerca de la situación del escribidor, Carvalho dormía su pena recostando sus brazos sobre el viejo mostrador del Pastis, esperando, no a Godot, sino a su padre, como el propio Capitán Trueno esperaba la resurrección del día.
Como dijo más arriba, desobedeció la respuesta del viento, abandonando esa plaza con nombre de delincuente y héroe Jean Genet (19-12-2010, 100 años de su nacimiento). Sus restos descansan mirando al mar, concretamente en el cementerio de Larache. El escribidor dejaba la huella de Genet en esas callejuelas, encaminando sus pasos al mar, ese mar que lo llenaba todo, como confesó el Quijote a su escudero Sancho.
Entre el mar y la plaza, pasando el testigo de la aurora al sol, se montaban unas pequeñas paradas de anticuarios que nuestro escribidor aprovechó, siendo la hora y la soledad de las misma, en cuanto a la ausencia de gentío. Una paradeta de libros bien dispuestos, ordenados por autores, facilitó la elección de esos dos libros, 8 euros cada uno, en su caminar hasta la pasarela del puerto, su mano izquierda abrigaría sus lomos.
Antes de cruzar la pasarela, una joven en mil posturas, buscaba con su reflex/digital, el encuadre perfecto a su semejanza. A su derecha, en la lejanía, se distinguía la mole de una fragata suspirando su chimenea el inminente adiós del puerto. Sus cuerdas, aún flojas, quedaban amarradas en el noray del puerto y dos remolcadores se prestaban a modificar su cuadre en su próxima ruta.
El escribidor, frente a ese espectáculo a punto de zarpar, aposentó su trasero sobre uno de tantos norays, poste para afirmar las amarras, que adornaban la bocanda del Port Vell, a la derecha de la Torre del Reloj en el muelle de los Pescadores. Mientras observaba el movimiento de los remolcadores en la fragata, su pensamiento recorrió mansamente, como la mar plana que se extendía en la calida mañana, aquellas tardes que recorría en soledad las calles del barrio de Horta, tomando nota de sus nombres, las vaquerías en algunas de esas calles. Esa libretita en espiral que emborronaba con cualquier detalle que le asaltaba la vista, como la masía de Can Cortada, allí por los primeros años setenta el labrador detrás del arriero caballo. Le atrajo aquel nombre de la calle, Rivero, por la casualidad que, minutos antes, había anotado en su libreta el titulo de un libro “Nosotros los Rivero” de Dolores Medio. Esta anotación, junto a otros títulos y autores, pasado unos días, en su visita mensual con el escritor amigo, le pediría su opinión sobre el libro y autor. En muchas ocasiones el escritor no había leído el libro, pero sí conocía, personalmente, a tal autor o autora, como a la autora de “Los Abel”.
El día, centelleante, deslumbrante, despejado de nubes en algodón, dibujaba en su azulino cielo el transitar claro de esos pájaros metálicos buscando el aterrizaje hacía el aeropuerto de Muntadas. Una suave brisa erizaba las verdosas aguas del puerto como ligeras dunas desérticas cambiantes. Ese fru fru del agua contra el dique, incansables en su venir e ir desembocó, en boca del escribidor, el estribillo de la canción del grupo “Gossos”:
Corrren, corren pels carrers corren
paraules que no s’esborren,
imatges que no se’n van.
i ploren, ploren pels carrers ploren
com gotes d’aigua s’enyoren
aquells que ja no es veuran.
El horizonte reflejaba una mar plana, estelada a la mirada al reflejo de mil rayos del sol navegando sobre el agua. El remolcador Catalunya, ajustaba su proa al alcance de la proa del F82, la fragata gris que enturbiaba el verdemar del puerto, adormecido sobre el manto del agua, protegiendo su popa la proa del otro remolcador custodio, el Montclar, presto y atento para enlazar la popa de la fragata encarando la mole gris más allá de la escollera, perdiendo su elegancia entre la bocanada que formaba el cercano horizonte, allí, donde la espuma de las olas silencian su canto entre moles de rocas laberínticas, ahogando el graznido de las gaviotas.
A la altura del noray número 8, frente a los ojos del escribidor, se daban los últimos mandos al contramaestre, megáfono en mano, con una coordinación envidiable a través de los remolcadores. El remolcador Catalunya, tomaba la dirección hacía el viejo muelle de pescadores, tensando el cabo de su popa, mientras el Montclar, virando hacía el atracadero de las Golondrinas, hacía virar al mismo tiempo a la fragata hacía poniente.
Esa mole gris, se acercaba a menos de media milla en la posición de los mirones de Port Vell, una vez traspasada la pasarela de madera que, al escribidor, le recordaba al muelle de la ciudad de Atlanta.
Unos y otros de ejercían en esa aventura, Los unos, ajetreando cabos y señales; los otros, tempranos paseantes en la radiante mañana, enfocaban sus digitales en ese virar de la fragata Sumersest. Ese es su nombre. La tenía delante de sus ojos, hasta podía distinguir la sonrisa inglesa del contramaestre de la fragata, un tipo gordo, sonrosado y disfrutando esos minutos de gloria ante el esplendido y gratuito espectáculo sobre el agua. El adiós de la fragata iba dejando un rizo de espuma sobre el agua, como aplausos a ese trabajo de los remolcadores, esa estela, semejante a ese rastro blanco que dejan los gases de los aviones sobre el cielo, fue la despedida en proa que regaló la fragata, traspasada en zozobra por una piragua manejados su remos por una hábil y joven vestida de azul de cintura para arriba.
Unos y otros de ejercían en esa aventura, Los unos, ajetreando cabos y señales; los otros, tempranos paseantes en la radiante mañana, enfocaban sus digitales en ese virar de la fragata Sumersest. Ese es su nombre. La tenía delante de sus ojos, hasta podía distinguir la sonrisa inglesa del contramaestre de la fragata, un tipo gordo, sonrosado y disfrutando esos minutos de gloria ante el esplendido y gratuito espectáculo sobre el agua. El adiós de la fragata iba dejando un rizo de espuma sobre el agua, como aplausos a ese trabajo de los remolcadores, esa estela, semejante a ese rastro blanco que dejan los gases de los aviones sobre el cielo, fue la despedida en proa que regaló la fragata, traspasada en zozobra por una piragua manejados su remos por una hábil y joven vestida de azul de cintura para arriba.
Corren, corren por las calles corren; palabras que no se borran; imágenes que no se van.
El escribir, llegado a este punto de las imágenes que no se van, le quedaban las palabras que no se borran. Las palabras que le llegaron al comienzo de este escrito.
Dos mujeres más uno sin tercer hombre. El escribidor anotaba, como dijo al principio, aquellas novelas o autores que le devolvían la imagen al otro lado del escaparate de cualquier librería en su camino. Luego, aprovechando aquellas tardes silenciosas en casa del escritor, repasaban nombres y novelas.
Nunca registró en aquel pequeño bloc el nombre de Dulce María Loynaz. El escribidor no supo quien era la poeta, como a ella le gustaba ser llamada, Dulce María Loynaz, hasta bien entrada la democracia española. En estos años, años de democracia, el escribidor leyó algunos de sus poemas y tampoco supo, que el año de su luz, la luz del escribidor, asistió la poeta a la celebración del VII Centenario de la Universidad de Salamanca, apenas 71,8oo km donde se resistía el primer lloro del escribidor.
“…para esperarte tendré la inmovilidad de la piedra. O más bien la del árbol, agarrado a la tierra rabiosamente” Palabras encomilladas de la poeta premio Cervantes, Dulce María Loynaz.
La segunda mujer seguía ausente de aquel bloc. No sería hasta los primeros años ochenta que se la citaba con entusiasmo por los noveles demócratas. Recibiendo en 1981 el premio Príncipe de Asturias, sin embargo, María Zambrano, la segunda mujer, no regresaría a su país hasta el año de George Orwell, es decir, no regresó a España, después de exiliarse a finales de Enero de 1939, hasta 1984.
La filosofa, discípula del autor de “La rebelión de las masas” Ortega y Gasset, recibió, al igual que la primera mujer, el merecido homenaje a sus enseñanzas recibiendo como premio el Cervantes.
“La poesía, piensa María Zambrano, es respuesta. La filosofía, en cambio, es pregunta. La pregunta proviene del caos, del vacío. La respuesta viene a ordenar el caos, hace al mundo transitable, amable incluso, más seguro”. Palabras, igualmente encomilladas de María Zambrano.
Tú, lectora /lector perspicaz, habrás observado la cita más arriba de dos libros (hay citas de más de dos libros) escritos por dos mujeres no citadas hasta esta línea, “Nosotros, los Rivero” de Dolores Medio (que cité) y el finalista del Premio Nadal de 1947 “Los Abel” de la Matute (el ganador en ese año no fue otro que el escritor de prosa clara y castellana Miguel Delibes con “La sombra del ciprés es alargada” donde la portada refleja la ciudad de procedencia del escribidor).
La Matute, como le gusta llamarse a sí misma Ana María Matute, es la mujer que conforma el titulo de este relato, quizás extenso, quizás es lo que pretende el escribidor, como tercera mujer que gana el premio Cervantes. Nuestra vigorosa mujer de 85 kilates en años, kilates con K de kilo emulando el asiento que ocupa en la Real Academia Española se convirtió, igualmente, en la tercera mujer aceptada, después de trescientos años, como académica.
Atrás quedan los malos años, que también los tuvo. Esos años de enamorada ciega, casándose, sin hacer caso a los consejos de amigos y familiares, con el escritor Ramón Eugenio de Goicoechea, llamado por la Matute, “El Malo”. Con “El Malo” tuvo un hijo, del que se vio separada y que no pudo ver durante años por el capricho de las leyes franquistas que dieron la custodia al “Malo”.
En fin, que me alegro mucho, un montón, la descubierta de Ignacio Agustí, la apuesta de Ignacio Agustí “descubriendo” a Ana María Matute y su pequeño teatro. “Pequeño teatro” fue el primer relato que escribió la Matute con 17 años y que, Ignacio Agustí, autor de “Mariona Rebull”, y director en aquellos años cuarenta de la editorial Destino, compró el relato por 3.000 pesetas.
Llegado a este punto y aparte, tendrán que esperar Josep Cotten; Orson Welles; Trevor Howard uno de los tres es el tercer hombre que camina por los entresijos de las cloacas vienesas al compás de la citara musical de Antón Karas, seguida su sombra en la noche por el escritor, el escribidor y el tercer hombre que transcribe estas notas.
…Y lloran, lloran por las calles lloran
con gotas de agua se añoran
aquellos que ya no se verán.