Al bajar del trasbordador, el pequeño y rápido ferry en recorrido de ida con tranquila visita a la Estatua de Libertad y Ellis Island, te llegan frescas imágenes y voces que se te incrustan dentro de ti desde la galería superior de Great Registry, donde se atendía, acumulaban y se desentendía a la tropa de inmigrantes, una experiencia conmovedora que quizás necesite de un nuevo post, dudé entre el subterráneo metro con parada en Battery Park o seguir el verde aspecto del propio parque de Battery, comedor al aire libre de los oficinistas del cercano Wall Street.
El hambriento gusano que mordisqueaba mi estomago ganó la partida.
Dejé a mi espalda la batería de cañones y el Castillo Clinton en busca de Broadway Avenue.
Entre viejas callejuelas, sobresalían casas históricas, como la Fraunces Tavern, que debe su nombre a Samuel Fraunces, un emigrante negro que compró el edificio de ladrillo transformándolo en taberna y que hoy día presume de ser un elegante restaurante del distrito financiero. George Washington dio una cena de despedida en esta taberna, tras su victoria sobre los británicos allá por 1783.
Todos estos monólogos y otros, acompañaban mis pasos, mi cansancio y mi hambre hasta que me refugié en un Rivercafé con vistas al toro de bronce esculpido por Arturo Di Modica, símbolo, dicen, del progreso de la Bolsa de Wall Street.
He de confesar que, este toro, ese símbolo, me recordó a las esculturas del colombiano Botero.
Descansando, más que acomodado en Rivercafé, seguí removiendo el café servido o, algo parecido a un café. La cucharilla de plástico removía ese abismo en negro agujero, atrayéndome pensamientos alejados de la ciudad de los rascacielos.
Así es, estando mi cuerpo presente en Broad Street, distrito financiero, mi mente se fugó, navegó, hasta la Costa Brava, concretamente a la localidad de Begur, municipio gironí del Bajo Ampurdán.
La culpa de esta fuga la tuvo Tennessee Willians o, lo que es lo mismo, la culpa de mi abstracción la tuvo la película “De repente el pasado verano” y, en concreto las actrices Elizabeth Taylor y Katherine Hepburn, ambas, geniales, siempre. Quedándose en las mieles de recibir el Oscar (ambas candidatas) en ese año 1959 donde una arrasadora Ben-Hur se llevó once estatuillas y la peculiar actriz francesa, Simona Signoret, se hizo con la estatuilla del tío Oscar por su interpretación en el personaje de Alice en la peli “Un lugar en la cumbre”.
Volviendo a mi ensimismamiento, acomodado en la silla con respaldo a la pared, bajo el verde toldo del café en Broad Street, frente a mis ojos, al lado del semáforo en rojo a la espera del parpadeo en verde, vestida con un atractivo yukata veraniego, parapetada su mirada por una gafas negras, resplandeció de nuevo ella, Shang Yue, de repente, como el pasado verano en la Toscana italiana.
Ella, Shang Yue, su posterior conversación, es lo que hizo trasladar mi mente a la localidad gironina de Begur, rememorando el titulo, mal traducido en su tiempo, de Joseph L. Mankiewicz “De repente el último verano”.
Me imaginé a mi mismo perseguido, placidamente, por Shang Yue, a diferencia de la persecución que sufre uno de los protagonistas de la peli “De repente el pasado verano” Sebastián, por la calle de Sant Ramon, por un grupo de muchachos hasta matarle y devorarle muy cerca del castillo de la localidad de Begur, que se ascendía por la empinada calle Vera, donde una angustiada Elizabeth Taylor, sentada en la puerta de una vivienda, observaba impotente la muerte de Sebastián, el hijo de Katherine Hepburn, la madre con síndrome de Electra.
Veía como la sombra de Shang Yue ascendía por mi pecho hasta posarse, estéticamente, a la altura de mi boca, como buscando el beso de un encuentro inesperado.
Dejé flotando en la imaginación los acontecimientos rodados en la localidad de Begur, hasta que por sí mismos se volatizaran, haciendo presencia en esa nube volátil nuestro último encuentro, casual, del pasado verano en la ciudad de Florencia.
Deslizó sus gafas negras hasta media nariz, deslumbrándome los negros faros de sus ojos. Desacomodé mi trasero de la silla, antes de dedicarle palabras de sorpresa, ceñí mis manos en su cintura, la fina tela de algodón de su yukata, afirmó su belleza interior. Esa desnudez de su cuerpo, bajo la tela del cómodo kimono, que mis dedos manoseaban provocadoramente, quedó dibujada al cerrar mis ojos besando su boquita, una boquita lineal de finos y dulces labios.
Antes de separar mis manos de su cintura, volví a oír, como un susurro, su voz. Una voz que retumbaba con deseo en pleno Broad Street, como el encendido deseo aquella noche refugiados en la habitación del hotel Chelsea, donde su luminiscente susurro quedó grabado como luces de neón sobre la cabecera de la cama: “Que no he conocido a nadie que me bese como tú, que no hay otro hombre en mi vida que de mi se beneficie”.
Al oír ese murmullo como suave aliento en mi oído, alcé la sabana que cubría nuestros desnudos cuerpos para que, entre su cuerpo y el mío, no se evaporara esa frase. No me importó compartir el trío amorosa hasta el amanecer; ella, yo y su lujuriosa declaración.
¡¡Shang Yue¡¡ ¡¡Qué alegría y casual encuentro en esta gran ciudad de inacabadas manzanas¡¡
Los dos sonreímos, dudábamos que fuera una casualidad, pero quisimos que así fuera, pensar que el azar nos volvió a aunar.
En realidad la casualidad se reafirmó tras la visita al Palacio de los Uffizi en Florencia. Nuestras miradas coincidieron en las diferentes salas del museo, llamándome la atención la cautivadora exquisitez de su kimono remarcando las sinuosas líneas de su cuerpo.
Fue a la salida del Palacio cuando nuestras miradas se tradujeron en voz. Después de un sin parar por los diferentes pasillo y grandiosas salas de los Uffizi, la pizzería a la izquierda del Palacio fue el pretexto perfecto, por el cansancio, en que no me negaría la invitación al reposo de sus delicados pies enfundados en unos, bien diseñados, tradicionales getas. Al dejarse caer sobre la silla de lona de la pizzería, sus manos rebuscaron en su bolsa, liberando sus pies de ese tradicional calzado, cubriendo sus diminutos y blancos deditos, por unas cómodas sandalias waraji.
Shang Yue, era sabedora de mi existencia laboral en la ciudad de Nueva York. No se como dio su sombra con mi sombra, pero conociendo a Shang, las preguntas no tenían respuestas. Dio conmigo, de repente, como si se tratara del pasado verano, un hermoso hallazgo en mi camino vacacional allá en la ciudad de Florencia como el verano anterior, por vez primera, cuando nuestras miradas se encontraron en Praga, concretamente en Malà Strana, en la callejuela del Oro, en la casita buhardilla donde Kafka trascribía sus dietarios al abrigo de un brasero, contemplando la corriente del río Moldava con vistas al Foso de los Ciervos.
-Y, dime, Shang, que te trae o te llevas por la ciudad de Nueva York.-Le susurro.
-Tú. Lo sabes; me atraes como el primer segundo desde que descubrí tu mirada y ese roce buscado de tus mansos en tacto de mi piel bajo la tela fina de algodón que cubría mi níveo cuerpo.
Siguió hablándome sin sentarse. También sabes que voy de aquí para allá, de galería en galería, de subasta en subasta y que mejor ciudad para estar al día o que te lleven al día que esta disloca y vorágine Nueva York.
Como digo, ella sabía más de mi sombra, de mi persona, que yo de su vida, sus pasos, su trabajo. Sabía localizarme en cualquier ciudad. Únicamente, muy de tarde en tarde y sin fechas concretas, recibía cuatro frases y dos líneas a través de email.
De nuevo dejó su susurro apoyado en mi hombro, como un beso interminable: Te espero a las 21h. Deseo celebrar el encuentro siguiendo la despedida de aquella encendida noche refugiados en el hotel.
El rojo de sus labios quedó flotando en mis labios. Con la suavidad en aleteo de una mariposa, giró su cuerpo, dejando a mis ojos el paso lento y seguro de su seductora silueta. Al cruzar el semáforo en verde, su figura iba desapareciendo, hasta perderse por Nassau Street refugiándose en Chase Manhattan Plaza.
Su aparición y desaparición me había dejado algo desorientado, desconcertado. Miré el reloj, las 16h. Necesitaba que el aire me abofeteara la cara. Dejé la desasosegada zona de Wall Street, tomada por polis y escoltas. Una reunió de la ONU, Septiembre del 2011, había provocado la tomada de sus calles adyacentes así como los principales edificios de Wall Street, Federal Hall, donde un estático George Washington observaba las columnas de la fachada abandera en barras y estrellas de la Bolsa neoyorquina.
Rodeé por Trinity Place, adentrándome en la iglesia museo Trinity Church. Como digo, una iglesia ejemplar, donde se exhiben periódicos, documentos de todo tipo, mapas, objetos increíbles, registros funerarios y restos de neoyorquinos eminentes, como Robert Fulton, inventor del barco a vapor.
Me llegué hasta Word Trade Center, cruzando Park Row hasta alcanzar la entrada de Brooklyn Briges. La tarde sobre el puente de Brooklyn, andado y desandado hasta desembocar en Pier 17, creo que lo mejor será narrarlo en el siguiente trayecto escrito.
Las horas fugaces cazaban los minutos del reloj. Me esperaba un largo recorrido desde el Distrito Financiero, desde Pier 17, hasta el propio barrio de Chelsea, donde, puntualmente, me esperaba Shang Yue, en esa habitación 484, piso 48 en la 23 Street entre la 7ª y la 8ª Avenida donde se alzaba el hotel Chelsea, inconfundible a cualquier hora del día y la noche por su inimitables balcones ornamentados de hiero decorado.
Regresé a Battery Park, la estación de metro, con el mismo nombre, me llevaría hasta Penn Station. Los últimos compradores de Macy’s se confundían con los seguidores de los New York Knicks en el cercano Madison Garden.
Descendiendo por la 7ª Avenida, el breve trayecto hasta la 23 Street, diez travesías, mi azotea seguía alimentando de cómo la hermosa y sensual Shang Yue, topó con mi sombra. Al llegar a la ornamentación de hierro forzado del hotel, dejé que la respiración del vapor, procedente de la cercana alcantarilla, evaporara mis pensamientos en su misma fuga.
Habitación 484, la misma que ocupaba Tennessee Willians cuando le reclamaba la ciudad de Nueva York en cada estreno de sus obras en teatros de Broadway.
Al golpear la puerta de la habitación, ésta, se entreabrió como esperando la llegada. Al tiempo que se abría la lamina de la puerta, se extendía, a mis pies, un haz de luz que llegaba, iluminando al mismo tiempo, la naciente figura de un cuerpo femenino entre luces y sombras.
Su blancura, la semidesnudez en nácar de su cuerpo, como sol naciente en la oscuridad, como este de sus pies al oeste de su melena, presumía una noche de encanto, como aquella encantadora y recordaba primera noche, ella, Shang Yue, seductora, apasionada, esperaba acomodada, semiestirada en la cama, como esa gata en celo sobre el tejado de zinc, mi amante Shang Yue, como mi particular y sensual Maggie (Elizabet Taylor).
Taconeé la puerta, el clic anunciador del portazo en cierre, coincidió con la agonía del haz de luz. Sobre la cama, reflectía la luminosidad de sus ojos y el resplandor voluptuoso de su sexo rasurado, belfos labios por degustar. Toda ella, su cuerpo, se movía de derecha a izquierda, como llevada en travelling por unas invisibles manos, sensual, seductora su boca entreabierta, como su sexo, pintada alfombra roja el velero de su boca. Mi beso en su entreabierta boca, apagó la estancia declinando sus parpados el anochecer de ese beso infinito saboreando la carne de sus labios almendrados.
Su boca, más que alimentar de besos mis labios, yantaba, sensualmente, mi lengua; mordisqueaba mi carne, su lengua flagelaba el cielo de mi boca mientras sus manos apresaban mi cara iluminada de sus besos.
Resbalaba su lengua por mi cuello, lengüeteando mis tetillas, ese seguimiento de placer indicó la desnudez de mi pecho sin advertir ese momento en que liberó mi camisa. Sin abrir los ojos, no quise preguntarme si fue el travelling de unas invisibles manos o sus mismas manos las que desnudaron mi cuerpo, veía su desnudez.
Sentí su lengua en mi ombligo, sus dedos por debajo de mis testículos, endureciendo la forma, el grosor de mi estoque palpitando en golpecitos ardorosos sobre la proa abierta de su boca, ahogando el asta completa en el tragaluz de su boca, mientras el cuenco de su mano jugaba con mis huevos.
Su lengua, en la concavidad de su boca, desbocaba mi pene en pleno laberinto lujurioso como tormenta de verano.
Ese primer polvo, salvaje, sin frenos ni pastillas ni gomas refrenando el encuentro, desbordó, sobre la eslora de su desnudo cuerpo, el goteo almendrado de mi semen, dejando esa luminosidad de nácar placentera bajo sus senos al abrigo de su ombligo, donde, en esa mitad inferior, su sexo convulsivo en repetidos orgasmos, reflectía sus jugos con mi semen en el palpito descubierto y sonrosado de sus abiertos labios.
Filtrándose entre las escobillas del ventanal, una tenue luz enfocaba la dulce languidez de su vulva, sus labios, como si le revolvieran el cuerpo hasta el fondo de su entraña.
Tras el riego eyaculado en su clareado campo abierto, hendido y deliciosamente tonsurado, aliviados y sosegados orgasmos que transmitía su abdomen, imité su figura sobre la cama, tendido boca arriba, deslicé mi mano en su vulva, cruzando por encima de su mano que descansaba en mi vientre acariciando mis testículos.
Shang Yue cerró los ojos. Su voz dejó en el aire la pregunta: en que piensas. Pienso en el dibujo que recrean tus ojos, imaginándome, bajo la pantalla cinemascope de tus ojos, el dibujo que tu misma recreas.-le dije.
Shang Yue, sonrió. Callamos. Sentíamos nuestra respiración. Después de las palabras y el silencio compartiendo nuestro amor, ella ladeó su cuerpo, apoyando su mano izquierda sobre su nuca. Su fragancia, olor a sexo que envolvía la estancia, me llegaba como ese olor animal de la hembra avisando al olfato de su macho para poseerla de nuevo.
Su respiración agitó, estremeció, el vello de mi pecho despertando mis tetillas.
Shang Yue tendió su mano, plana, desde mi seno izquierdo hasta la separación de mis piernas. Sus dedos jugaban con mis huevos, sobre la palma de su mano descansaba, flácido, durmiente, mi pene.
Le gustaba recoger en su mano ese trozo de carne que minutos antes embistió sus entrañas. Le gustaba acariciar con sus dedos esa carne distendida, laxa; le gustaba ver como crecía en su mano, como iba engordando su diámetro, como se endurecía y como el capitel de su glande reverdecía abriendo su boquita de pez.
La hora boreal tenía su hora puesta, la luz de neón filtrada por el ventanal indicaba nuestro tiempo.
La noche seguía a nuestro alcance, el día no despertaba pero mi polla palmeaba el espacio cacheando la entrepierna de mi amada.
Asido a sus cachetes, deslicé el cuerpo de Shang Yue hasta el borde de la cama, descansando sus nalgas en el límite del catre. Mi amante seguía con los ojos cerrados, sin voz, dejándose hacer, ella sospechaba del final donde cualquier palabra sobraba en ese final.
Coloqué mis rodillas sobre el camastro, afiancé mis manos en sus caderas, abriendo sus piernas sobre mis muslos, encajando su herida en mi taco de billar, golpeando con mis bolas su parte vaginal.
Antes de penetrarla, de embestirla, paseé mi verga por la costura de sus labios, repasando, como pluma de escritura, su raja de abajo arriba y viceversa. No quería oír su voz, pero sí deseaba sentir sus gemidos y compartir el sollozo pasional de nuestras voces. Noté como mi glande, endurecido, se mojó de su manantial, era la señal sensual de adentrar mi falo en ese manantial frondoso de sus labios. Asido a sus caderas, arrodillado a mi joya, asido a sus ancas, embestí hasta la conjunción en chasquido de su carne con mi carne, sus piernas, abiertas, dejaron de golpear mi culo. A cada embestida sus piernas mariposeaban en el espacio al encuentro de un tercer orgasmo.
Su cabeza malabareaba sobre la cama, su melena azabache se enredaba en su cara, mi pene seguía adentrándose en acometidas más seguidas hasta hacer saltar la alarma de ese botón de su clítoris provocando el gemido en grito que ahogó en mi pecho. Sus piernas descansaron al llegar ese orgasmo, sus manos pellizcaron mis nalgas, mi pecho, mis tetillas. Un ardiente riachuelo, desbordado, brotaba de su manantial confundiéndose con sus jugos.
Lentamente, retiré mi pene de su sexo, muy lentamente, como a ella, a Shang Yue, le gustaba decir: retirala lentamente, quiero sentir su adiós como ese beso final que siempre dejas fijado en mi boca.
Mi polla, fuera de su coño, embadurnada de su fuente, mantenía la gordura bajando la dureza de su fuelle.
Shang Yue depositó su boca en mi pene, lamiendo las brillantes estalactitas de mi glande, encapuchando la estilográfica que momentos antes caligrafió sus orgasmos.
Al otro lado de la ventana dormía la fluorescencia de neón, indicando el retiro de la noche. A mi espalda, el haz de luz del baño entre mis piernas, advertía la puesta a punto de Shang Yue, al apagarse la luz, la belleza de Shang Yue radiaba bajo un colorido qipao.
Frente a frente, el cristal del ventanal ilustraba las siluetas de nuestros cuerpos en la unión de nuestras bocas. La palma de mi mano acarició su culito, la fina tela, con apertura lateral, ayudada por el movimiento abierto de su pierna, encerrando mi mano en su entrepierna, conformando su sí en la libertad de su sexo sin braguita.
Shang Yue, en ese momento, frenó la verticalidad de mi pene acomodándose en su ingle.
La separación de mi dedo en su vulva coincidió con la separación de nuestros labios bucales como clic final a nuestro amoroso encuentro de amantes en esa habitación 484 del hotel Chelsea.
Atrás quedaban las muestras de arte del propio hotel Chelsea, las placas en la fachada de sus distinguidos clientes, donde era fácil visualizar el verdadero nombre de mi amante.
Shang Yue quiso dejar su adiós sin el roce de su cuerpo en mi cuerpo. Despojada de su qipao, como pañuelo blandiendo en la cubierta de un barco al zarpar, ondeaba su colorido mientras me alejaba por la Street 23 atravesando Avenue Broadway hacía Gramercy Park. La fina silueta en estocada del escultural Flatiron Building, quedaba anulada por la belleza desnuda de Shang Yue en la desierta avenida, donde el velo de la noche cubría su amanecer.
Al llegar al 16 de Gramercy Park, refugiado en el Players Club, ojeando el New York Post, decidí, de repente, que el próximo verano se lo pondría más difícil a Shang Yue, mi destino, lo elegí en esa penúltima página del diario neoyorquino, próximo destino: Isla de Jengibre.
No se porque, un agudo pinchazo me alertó que unos dedos femeninos anotaban, en ese libro de horas, ese destino pensado.